Friday 3 February 2012

Boyne, John - El niño con el pijama a rayas

John Boyne nació en Dublín, Irlanda, 
en 1971. Se formó en el Trinity College 
y en la Universidad de East Anglia, 
en Norwich. Autor de otras cuatro novelas 
—The Thief of Time, The Congress of 
Rough Riders, Crippen y Next of Kin—, El 
niño con el pijama de rayas no sólo supuso 
la consecución de un éxito unánime en 
todos los países donde se ha publicado 
(se traducirá a veintidós idiomas), sino 
que además en Irlanda se mantuvo en el 
número 1 de la lista de libros más vendidos 
durante 35 semanas. Ha sido finalista 
de los premios Borders Original Voices 
y Ottakar's Children's Book Prize, y nominada 
al «Index on Censorship» Award, 
al Premio Ungari Unicef y a la Carnegie 
Medal. Miramax/Disney prepara un 
largometraje con la dirección de Mark 
Herman. 

John Boyne 


EL NIÑO CON EL 
PIJAMA DE RAYAS 
 

El descubrimiento de Bruno 


Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una 
sorpresa al ver que Maríaa, la criada de la familia —que 
siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista 
de la alfombra—, estaba en su dormitorio sacando 
todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro 
grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que 
él había escondido en el fondo del mueble, que eran 
suyas y de nadie más. 

—¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación 
de que fue capaz, pues, aunque no le hizo ninguna 
gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre 
siempre le recordaba que tenía que tratarla con respeto 
y no limitarse a imitar el modo en que Padre se 
dirigía a la criada—. No toques eso. 

Maria sacudió la cabeza y señaló la escalera, detrás 
de Bruno, donde acababa de aparecer la madre 
del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, 
recogido en la nuca con una especie de redeci


lla. Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera 
algo que le habría gustado no tener que decir o algo 
que le habría gustado no tener que creer. 

—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué 
Maria está revolviendo mis cosas? 

—Está haciendo las maletas. 

—¿Haciendo las maletas? —repitió él, y repa


só a toda prisa los días anteriores, considerando si 
se había portado especialmente mal o si había pronunciado 
aquellas palabras que tenía prohibido 
pronunciar, y si por eso lo castigarían mandándolo a 
algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos 
días se había portado de forma perfectamente 
correcta y no recordaba haber causado ningún problema—. 
¿Por qué? —preguntó entonces—. ¿Qué he 
hecho? 

Pero Madre ya había subido a su dormitorio, 
donde Lars, el mayordomo, estaba recogiendo sus 
cosas. La mujer echó un vistazo, suspiró y alzó las 
manos con gesto de frustración antes de volver hacia 
la escalera. En ese momento Bruno subía, porque no 
pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación. 


—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos? 


—Ven conmigo —dijo ella, señalando el gran comedor, 
donde la semana anterior había cenado el Furias—. 
Hablaremos abajo. 

Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa, 
adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba 

en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento 
en silencio y pensó que aquella mañana se había 
aplicado mal el maquillaje, porque tenía los bordes 
de los párpados más rojos de lo habitual, igual que se 
le ponían a él cuando se portaba mal, se metía en un 
aprieto y acababa llorando. 

—Mira, hijo, no tienes que preocuparte —dijo 
ella, acomodándose en la silla donde se había sentado 
la acompañante del Furias, una rubia hermosísima, y 
desde donde ésta se había despedido de Bruno con la 
mano cuando Padre cerró las puertas—. Ya verás, de 
hecho vas a vivir una gran aventura. 

—¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio? 

—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y por un instante 
pareció que quería sonreír—. Nos vamos todos. 
Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro. 

Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado 
que enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era 
tonta de remate y no hacía más que fastidiarlo, pero 
le pareció un poco injusto que todos tuvieran que irse 
con ella. 

—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos vamos? 
¿Por qué no podemos quedarnos aquí? 
—Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante 
que es, ¿verdad? 

—Sí, claro. —Bruno asintió con la cabeza. Siempre 
acudían muchas visitas a la casa (hombres con 
uniformes fabulosos y mujeres con máquinas de escribir 
que él no podía tocar con las manos sucias), y 
todos se mostraban muy educados con su padre y co


mentaban que era un hombre con porvenir y que el 
Furia tenía grandes proyectos para él. 

—Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy 
importante —continuó Madre—, su jefe le pide que 
vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial. 

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Bruno, porque 
sinceramente (y él siempre procuraba ser sincero 
consigo mismo) no estaba del todo seguro de en qué 
consistía el trabajo de Padre. 

Un día, en la escuela, todos habían hablado de sus 
padres y Karl había dicho que el suyo era verdulero, y 
Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería 
del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que 
su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad 
porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes 
no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho 
que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era 
verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela 
siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros 
escoceses, como si acabara de salir de la cocina. 

Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su 
padre, él abrió la boca para contestar y entonces se 
dio cuenta de que no lo sabía. Sólo podía decir que 
era un hombre con porvenir y que el Furias tenía 
grandes proyectos para él. Bueno, eso y que tenía un 
uniforme fabuloso. 

—Es un trabajo muy importante —dijo Madre 
tras vacilar un instante—. Un trabajo para el que se requiere 
un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad? 


—¿Y tenemos que ir todos? 

—Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo 
a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no? 

—No, claro —concedió Bruno. 

—Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a 
su lado —añadió ella. 

—¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel? 

—Os añoraría a ambos por igual —afirmó Madre, 
porque no le gustaba mostrar favoritismos, algo 
que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en 
el fondo él era su favorito. 

—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras 
estemos fuera? 

La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación 
como si no fuera a verla nunca más. Era una 
casa muy bonita, con cinco plantas, contando el sótano 
donde el cocinero preparaba las comidas y donde 
Maria y Lars se sentaban a la mesa y discutían y se 
llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando 
también la pequeña buhardilla de ventanas inclinadas 
que había en lo alto del edificio, desde donde 
Bruno podía contemplar todo Berlín si se ponía de 
puntillas y se aferraba al marco. 

—De momento tenemos que cerrar la casa —dijo 
Madre—. Pero algún día regresaremos. 
—¿Y el cocinero? ¿Y Lars? ¿Y Maria? ¿No seguirán 
viviendo aquí? 

—Ellos vienen con nosotros. Pero basta de preguntas. 
Quiero que subas y ayudes a Maria a hacer tus 
maletas. 

El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte. 
Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de 
dar el tema por zanjado. 

—¿Y está muy lejos? —preguntó—. Ese sitio al. 
que vamos. ¿Está a más de un kilómetro? 

—¡Qué gracia! —exclamó Madre, y rió de manera 
extraña, porque no parecía contenta, desviando 
la mirada como para evitar que su hijo le viera? la 
cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La 
verdad es que está bastante más lejos. 

Bruno abrió mucho los ojos y sus labios forma-. 
ron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia 
los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía. 


—No querrás decir que nos vamos de Berlín, 
¿verdad? —repuso, intentando tomar aire al mismo 
tiempo que pronunciaba aquellas palabras. 

—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo 
tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre 
es... 

—Pero ¿y la escuela? —la interrumpió Bruno, 
algo que sabía que no debía hacer, aunque supuso que 
en aquella ocasión su madre le perdonaría—. ¿Y Karl 
y Daniel y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy 
cuando queramos hacer cosas juntos? 

—Tendrás que despedirte de tus amigos por un 
tiempo. Pero descuida, volverás a verlos más adelante. 
Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor 
—añadió, pues pese a que aquélla era una noticia 
extraña y desagradable, no había ninguna necesidad 

de que Bruno incumpliera las normas de educación 
que le habían inculcado. 

—¿Despedirme de ellos? —preguntó el niño mirándola 
fijamente—. ¿Despedirme de ellos? —repitió, 
escupiendo las palabras como si tuviera la boca 
llena de trocitos de galleta masticados—. ¿Despedirme 
de Karl y Daniel y Martin? —continuó, subiendo 
peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no 
le estaba permitido dentro de casa—. ¡Pero si son 
mis tres mejores amigos para toda la vida! 

—Bueno, ya harás nuevas amistades —dijo Madre 
quitándole importancia con un ademán, como si 
fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda 
la vida. 

—Es que nosotros teníamos planes —protestó 
él. 
—¿Planes? —Madre enarcó las cejas—. ¿Qué 
clase de planes? 

—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno, 
ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre 
todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el 
curso escolar y empezaran las vacaciones de verano. 
Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo 
planes, sino que podrían ponerlos en práctica. 


—Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que 
esperar. No tenemos alternativa. 

—Pero... 

—Basta, Bruno —espetó ella con brusquedad, 
poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en 

serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas 
de cómo habían cambiado las cosas en los últimos 
tiempos. 

—Bueno, es que no me gusta que ahora haya 
que apagar todas las luces por la noche —admitió 
él. 

—Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos. 
Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj 
marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes 
a Maria a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo 
como me habría gustado para prepararnos, gracias 
a ciertas personas. 

Bruno asintió y se alejó cabizbajo, consciente de 
que «ciertas personas» era una expresión que utilizaban 
los adultos y que significaba «Padre», y que él no 
debía emplearla. 

Subió despacio la escalera, sujetándose a la barandilla 
con una mano mientras se preguntaba si en 
la casa nueva de aquel sitio nuevo donde estaba el 
trabajo nuevo de su padre habría una barandilla tan 
fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla 
de su casa arrancaba del último piso —justo 
enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si se 
ponía de puntillas y se aferraba al marco de la ventana, 
podía contemplar todo Berlín—, discurría hasta 
la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme 
puerta de roble de doble hoja. Y no había nada 
que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla 
en el último piso y deslizarse por toda la casa 
haciendo «zuuum». 

Bajaba desde el último piso hasta el siguiente, 
donde se encontraban el dormitorio de sus padres y 
el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar. 

Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su 
dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más 
pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad 
habría debido utilizar más a menudo. 

Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del 
extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos 
pies si no quería recibir una penalización de cinco 
puntos y verse obligado a empezar de nuevo. 

La barandilla era lo mejor de la casa —eso y que 
los abuelos vivían muy cerca—. Cuando reparó en 
aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al 
sitio del nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo 
iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho 
porque era tonta de remate —todo habría sido 
más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la 
casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy 
distinto. 

Subió despacio la escalera hacia su dormitorio, 
pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre 
abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba 
con el comedor —y donde estaba Prohibido 
Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—, 
y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho 
más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación. 
Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no 
oyó nada más, de modo que le pareció buena idea 
volver a su habitación y encargarse personalmente 

de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría 
todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración, 
incluso las pertenencias que él había escondido 
en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie 
más. 

La casa nueva 

Cuando vio su casa nueva por primera vez, Bruno 
abrió los ojos desmesuradamente, sus labios formaron 
una O y los brazos se le extendieron hacia los lados. 
Era todo lo contrario de su antigua casa y no 
podía creer que de verdad fueran a vivir allí. 

La casa de Berlín estaba en una calle tranquila 
donde había otras también muy grandes, y le gustaba 
contemplarlas porque eran casi iguales a la suya, 
aunque no idénticas, y en ellas vivían otros niños con 
los que Bruno jugaba (si eran amigos) o a los que no 
se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba 
aislada, en un sitio vacío y desolado, y no había 
ninguna otra casa cerca, lo que significaba que no 
habría otras familias en el vecindario ni otros niños 
con los que jugar, ni amigos ni rivales. 

La casa de Berlín era enorme, y pese a que Bruno 
había vivido nueve años en ella, todavía encontraba 
rincones y recovecos que no había explorado a fondo. 

Incluso había habitaciones enteras —como el despacho 
de Padre, donde estaba Prohibido Entrar Bajo 
Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que 
apenas había curioseado. Sin embargo, la casa nueva 
sólo tenía dos plantas: un piso superior donde estaban 
los tres dormitorios y el único cuarto de baño, y 
una planta baja donde se encontraban la cocina, el 
comedor y el nuevo despacho de Padre (sujeto, presumiblemente, 
a las mismas restricciones que el antiguo). 
También había un sótano, donde dormía el 
servicio. 

Alrededor de la de Berlín había otras calles con 
grandes casas, y cuando caminabas hacia el centro de 
la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban 
y se paraban para charlar un momento, y personas que 
pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de 
pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un 
montón de cosas que hacer. Había tiendas con llamativos 
escaparates y puestos de fruta y verdura con 
enormes bandejas de coles, zanahorias, coliflores y 
mazorcas de maíz. En algunos apenas cabían los 
puerros, champiñones, nabos y coles de Bruselas; había 
otros con lechugas, judías verdes, calabacines y 
chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos 
puestos, cerraba los ojos y aspiraba sus aromas; 
la dulce mezcla de efluvios de toda aquella materia 
viva le producía un ligero mareo. Pero alrededor de 
la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando 
tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto, 
tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta 

y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío 
y frío alrededor, como si se hallara en el lugar 
más solitario del planeta. Era como el fondo de la 
nada. 

En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces, 
cuando Bruno volvía caminando de la escuela 
con Karl, Daniel y Martin, había hombres y mujeres 
sentados a aquellas mesas, tomando bebidas espumosas 
y riendo a carcajadas; la gente que se sentaba a 
aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba 
él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien 
que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía 
algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía 
nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué 
alegrarse. 

—Me parece que nos hemos equivocado —opinó 
Bruno unas horas después de su llegada, mientras 
Maria deshacía las maletas en el piso de arriba. (María 
no era la única criada en la casa nueva: había otras 
tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre 
ellas, salvo esporádicos susurros. También había 
un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría 
de preparar las hortalizas todos los días y servirles la 
comida en el comedor, y que parecía muy desdichado 
y un poco malhumorado.) 

—A nosotros no nos corresponde pensar —dijo 
Madre mientras abría una caja que contenía un juego 
de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían 
regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas 
toman las decisiones por nosotros. 

Como no sabía qué significaba aquello, Bruno 
fingió no haberla oído. 

—Me parece que nos hemos equivocado —repitió—. 
Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver 
a casa. La experiencia es la madre de la ciencia 
—añadió, una frase que había aprendido hacía poco 
y que le gustaba utilizar siempre que era posible. 

Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima 
de la mesa. 
—Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal 
tiempo, buena cara.» 

—Pues yo no veo que pongamos buena cara. 
Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado 
de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto 
del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir esta noche 
porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana 
tendríamos que levantarnos temprano si queremos 
llegar a Berlín antes de la hora de merendar. 

Madre suspiró. 
—Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a Maria a 
deshacer las maletas? —dijo. 
—¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos 
a...? 

—¡Sube, Bruno, por favor! —le espetó Madre, 
porque al parecer no había inconveniente en que ella 
lo interrumpiera a él, pero no funcionaba igual a la 
inversa—. Estamos aquí, hemos llegado, éste será 
nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que 
poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido? 


Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato
», y así lo dijo. 
—Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. 
Y no se hable más. 

Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, 
algo que cuando ascendiera de las profundidades 
de su ser y saliera al mundo exterior le haría 
gritar y chillar que todo aquello era una equivocación 
y una injusticia y un grave error por el que alguien 
pagaría tarde o temprano, o que sencillamente 
le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían 
podido llegar a aquella situación. Él estaba tan 
tranquilo, jugando en su casa, con sus tres mejores 
amigos para toda la vida, deslizándose por la barandilla 
de la escalera, intentando ponerse de puntillas 
para contemplar todo Berlín, y de pronto se encontraba 
atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con 
tres criadas que hablaban en susurros y un camarero 
de aspecto desdichado y malhumorado, donde parecía 
que nadie podría estar alegre nunca. 

—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas 
ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza. 

El supo que hablaba en serio, así que dio media 
vuelta y se marchó sin decir nada más. Las lágrimas 
se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se 
vertieran. 

Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo 
un círculo completo, con la esperanza de 
descubrir una pequeña puerta o un armario que más 
tarde podría explorar, pero no había nada. En aquella 

planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del 
pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra 
al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre 
y Padre y otra al cuarto de baño. 

—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló 
al entrar en su habitación y encontrar toda su 
ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y 
libros todavía por vaciar. Era evidente que Maria no 
tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho 
que venga a ayudarte —dijo con voz-queda. 

Maria asintió y señaló una gran bolsa que contenía 
todos sus calcetines, camisetas y calzoncillos. 

—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo 
en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al 
fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto 
de polvo. 

Bruno suspiró y abrió la bolsa repleta de ropa interior. 
Le habría encantado meterse dentro y confiar 
en que cuando saliera habría despertado y se encontraría 
de nuevo en su casa. 

—«¿Tú qué piensas de todo esto, Maria? —preguntó 
tras un largo silencio; siempre había sentido 
simpatía por Maria, a quien consideraba una más de 
la familia, pese a que Padre dijera que sólo era una 
criada y con un sueldo excesivo, por cierto. 

—¿De qué? 

—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio 
del mundo—. De que hayamos venido a un sitio 
como éste. ¿No crees que hemos cometido un grave 
error? 

—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito 
Bruno —repuso Maria—. Tu madre ya te ha explicado 
que el trabajo de tu padre... 

—Jo, estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! 
Es de lo único que se habla, la verdad. El trabajo 
de Padre no sé qué y el trabajo de Padre no sé cuántos. 
Mira, si ese trabajo significa que tenemos que irnos 
de casa y que tengo que dejar la barandilla de la 
escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, 
creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te 
parece? 

Entonces se oyó un chirrido proveniente del pasillo. 
Bruno se asomó y vio cómo se abría un poco la 
puerta de la habitación de Madre y Padre. Se quedó 
paralizado. Madre seguía abajo, lo cual significaba 
que Padre estaba allí y que quizá hubiera oído lo que 
Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, 
casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera 
de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla. 


La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un 
paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre. 
Era un hombre mucho más joven y más bajo que 
Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo 
que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la 
gorra firmemente calada. Bruno vio que tenía el pelo 
muy rubio alrededor de las sienes, de un rubio casi 
artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía 
hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a 
Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba 

abajo como si fuera la primera vez que veía a un 
niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él: 
comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada 
y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con 
un rápido gesto y siguió su camino. 

—¿Quién era ése? —preguntó Bruno. Parecía un 
joven tan serio y tan agobiado que debía de tratarse 
de alguien muy importante. 

—Uno de los soldados de tu padre, supongo 
—contestó Maria, que al ver aparecer al joven se había 
puesto muy tiesa y juntado las manos delante del 
pecho como si rezara. En lugar de mirarlo a la cara, 
había bajado la vista al suelo, como si temiera convertirse 
en piedra si atisbaba sus ojos; no se relajó hasta 
que el joven se hubo marchado—. Ya los iremos conociendo. 


—Creo que no me cae bien. Parece demasiado 
serio. 
—Tu padre también es muy serio —observó Maria. 


—Sí, pero él es Padre. Los padres han de ser serios. 
Tanto da que sean verduleros, maestros, cocineros 
o comandantes —añadió, enumerando todos los 
trabajos que sabía que hacían los padres decentes y 
respetables y sobre cuyos títulos había meditado en 
numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése 
sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí. 

—Bueno, es que tienen un trabajo muy serio 
—suspiró la criada—. O al menos eso creen ellos. Pero 
yo en tu lugar evitaría a los soldados. 

—Aparte de eso, no veo qué otra cosa puedo hacer—
dijo Bruno con tristeza—. Ni siquiera creo que 
haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo 
consuelo. Gretel es tonta de remate. 

De nuevo sintió ganas de llorar, pero se contuvo, 
pues no quería parecer un niño pequeño delante de 
Maria. Echó un vistazo al dormitorio, intentando 
descubrir algo interesante. No había nada, o al menos 
eso parecía. Pero entonces le llamó la atención 
una cosa. En el lado opuesto al de la puerta había una 
ventana que arrancaba del techo y se prolongaba a 
lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de 
la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la 
miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad 
de ponerse de puntillas. 

Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar 
Berlín y su casa y las calles aledañas y las mesas 
donde los vecinos se sentaban a tomar sus bebidas espumosas 
y contarse historias graciosísimas. Avanzó 
despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero 
como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que 
caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó la 
cara al cristal y vio lo que había fuera, y esta vez, si 
bien sus ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios 
formaron una O, sus manos permanecieron pegadas 
a los costados porque algo le hizo sentir un frío 
y un temor muy intensos. 



La tonta de remate 

Bruno estaba seguro de que habría sido mejor dejar a 
Gretel en Berlín cuidando la casa, porque sólo daba 
problemas. De hecho, más de una vez había oído decir 
que Gretel había sido un Problema Desde el Primer 
Día. 

Su hermana era tres años mayor que Bruno y 
desde que él tenía uso de razón le había dejado muy 
claro que en lo relativo a los asuntos del mundo, sobre 
todo cualquier asunto del mundo que afectara a 
ambos, quien mandaba era ella. A Bruno no le gustaba 
admitir que le tenía un poco de miedo, pero sinceramente 
—y él siempre procuraba ser sincero consigo 
mismo— debía aceptar que así era. 

Gretel tenía unas costumbres muy desagradables, 
como suele pasar con todas las hermanas. Para empezar, 
se entretenía demasiado en el cuarto de baño por 
las mañanas, sin importarle que Bruno estuviese esperando 
fuera dando saltitos, aguantándose el pis. 

Tenía una vasta colección de muñecas en los estantes 
que cubrían las paredes de su habitación, y cuando 
Bruno entraba allí las muñecas clavaban sus ojos 
en él y lo seguían con la mirada, observando todos 
sus movimientos. Bruno estaba convencido de que si 
entrara en la habitación de Gretel para explorar cuando 
ella no estuviese en casa, luego las muñecas se lo 
contarían todo. Además, tenía unas amigas muy antipáticas 
que por lo visto pensaban que era muy divertido 
burlarse de él, pero él jamás habría permitido 
algo así si hubiera sido tres años mayor que su hermana. 
Daba la impresión de que a las amigas antipáticas 
de Gretel no había nada que les gustara más que 
torturarlo y decirle cosas desagradables cuando no 
estaban cerca Madre ni Maria. 

—Bruno no tiene nueve años, sólo tiene seis 
—decía siempre uno de aquellos monstruos, con un 
sonsonete, bailando alrededor de él e hincándole 
un dedo en las costillas. 

—Tengo nueve —protestaba él, intentando alejarse. 


—Entonces ¿por qué eres tan bajito? —preguntaba 
el monstruo—. Todos los niños de nueve años 
son más altos que tú. 

Aquello era cierto, y se trataba de una cuestión 
particularmente delicada para Bruno. El no ser tan 
alto como los demás niños de su clase era una fuente 
de constante amargura. De hecho, sólo les llegaba 
por los hombros. Cuando caminaba por la calle con 
Karl, Daniel y Martin, a veces la gente lo tomaba por 

el hermano pequeño de uno de ellos, cuando en realidad 
era el segundo en edad. 
—Venga, di la verdad: sólo tienes seis años —insistía 
el monstruo. 

Bruno se iba corriendo y hacía sus estiramientos 
y confiaba en que una mañana despertaría y habría 
crecido un palmo o dos. 

Así que una de las ventajas de no estar en Berlín 
era que ninguna de aquellas brujas aparecería para 
martirizarlo. Otra ventaja de verse obligado a permanecer 
en la casa nueva un tiempo, incluso un mes 
entero, era que quizá hubiera crecido cuando volvieran 
a su verdadera casa, y entonces ellas ya no podrían 
maltratarlo. Aquello era algo que debía recordar 
si quería seguir la sugerencia de Madre: poner al mal 
tiempo buena cara. 

Irrumpió en la habitación de Gretel sin llamar a 
la puerta y la encontró distribuyendo su ejército de 
muñecas por los estantes de las paredes. 

—¿Qué haces aquí? —le gritó ella, volviéndose 
rápidamente—. ¿No sabes que no se entra en la habitación 
de una dama sin llamar a la puerta? 

—¿Te has traído todas las muñecas? —preguntó 
Bruno, que tenía la costumbre de contestar a las preguntas 
de su hermana con otra pregunta. 

—Pues claro. ¿Qué querías que hiciera, dejarlas 
en casa? Podrían pasar semanas antes de que volvamos 
allí. 

—¿Semanas? —repitió él fingiendo decepción, 
pero en secreto se alegró porque se había resignado 

a la idea de pasar todo un mes allí—. ¿Estás-segura? 
—Se lo he preguntado a Padre y ha dicho que 
nos quedaremos aquí en el futuro inmediato. 

—¿Qué significa exactamente el futuro inmediato? 
—quiso saber Bruno, sentándose en el borde 
de la cama. 

—Significa las próximas semanas —contestó Gretel 
y asintió con la cabeza—. Unas tres semanas. 
—Qué alivio. Mientras sea el futuro inmediato y 
no un mes entero... Porque esto es horrible. 
Gretel lo miró y, por una vez, tuvo que admitir 
que estaba de acuerdo con él. 

—Ya —dijo—. No es muy bonito, ¿verdad? 

—Es horrible —repitió Bruno. 

—Bueno, sí. Ahora puede parecer horrible. Pero 
cuando arreglemos un poco la casa seguro que no nos 
parecerá tan mal. Le oí decir a Padre que quienes vivían 
aquí en Auchviz antes que nosotros perdieron 
su empleo muy deprisa y no tuvieron tiempo de arreglar 
la casa para nosotros. 

—¿Auchviz? —preguntó Bruno—. ¿Qué es un 
auchviz? 
—«Un» Auchviz no, Bruno —suspiró Gretel—. 

Sólo Auchviz. 

—Bueno, pues ¿qué es Auchviz? 

—Es el nombre de la casa. Auchviz. 

Bruno reflexionó. Fuera no había visto ningún 
letrero con ese nombre, ni nada escrito en la puerta 
principal. 

Su casa de Berlín ni siquiera tenía nombre; se llamaba 
sencillamente «número cuatro». 
—Pero ¿por qué ese nombre? —preguntó, exasperado. 


—Auchviz era la familia que vivía aquí antes que 
nosotros, supongo —dijo Gretel—. El padre no debía 
de hacer bien su trabajo y alguien dijo: «Largaos, 
ya buscaremos a otro que sepa hacerlo mejor.» 

—Te refieres a Padre. 

—Claro —dijo Gretel, que siempre hablaba de 
Padre como si él no se equivocara ni se enfadara nunca, 
y como si siempre fuese a darle un beso de buenas 
noches antes de que ella se durmiera, cosa que, si 
Bruno hubiera sido justo y olvidado la tristeza que le 
producía la mudanza, habría admitido que Padre 
también hacía con él. 

—Entonces ¿estamos aquí, en Auchviz, porque 
alguien echó a la familia que vivía en esta casa antes 
que nosotros? 

—Exacto, Bruno. Y ahora, sal de encima de mi 
colcha. Me la estás arrugando. 

Bruno saltó de la cama y aterrizó en la alfombra 
con un ruido sordo. No le gustó: era un sonido muy 
hueco, así que decidió que sería mejor no ir dando 
saltos por aquella casa porque podía derrumbarse y 
caérseles encima. 

—Esto no me gusta —repitió por enésima vez. 
—Ya lo sé —dijo Gretel—. Pero no podemos hacer 
nada, ¿no? 
—Echo de menos a Karl, Daniel y Martin. 

—Y yo a Hilda, Isobel y Louise —dijo Gret¿l, y 
Bruno intentó recordar cuál de las tres niñas era el 
monstruo. 

—Los otros niños no parecen nada simpáticos 
—comentó, y Gretel, que estaba poniendo una de sus 
muñecas más aterradoras en un estante, se dio la vuelta 
y lo miró fijamente. 

—¿Qué has dicho? —preguntó. 
—He dicho que los otros niños no parecen nada 
simpáticos. 

—¿Los otros niños? —repitió Gretel, desconcertada—. 
¿Qué otros niños? Yo no he visto ninguno. 


Bruno miró en derredor. En la habitación de 
Gretel también había una ventana, pero como estaban 
en el otro lado del pasillo, frente a la habitación 
de él, la ventana daba a la dirección opuesta. Procurando 
mantener un aire de misterio, Bruno se dirigió 
hacia la ventana. Metió las manos en los bolsillos de 
sus pantalones cortos e intentó silbar una melodía y 
esquivar la mirada de su hermana. 

—¡Bruno! —dijo ésta—. ¿Qué demonios haces? 
¿Te has vuelto loco? 

El siguió andando y silbando, sin mirarla, hasta 
que llegó a la ventana. Por suerte, era lo bastante baja 
para poder mirar por ella. Se asomó y vio el coche 
en que habían llegado, así como tres o cuatro coches 
más de los soldados de Padre, algunos de los cuales 
andaban por allí, fumando cigarrillos y riendo de 
algo mientras miraban con nerviosismo hacia el edi


ficio. Un poco más allá estaba el camino de la casa, y 
más allá había un bosque que parecía ideal para explorar. 


—Bruno, ¿quieres hacer el favor de explicarme 
qué has querido decir con ese último comentario? 
—preguntó Gretel. 

—Mira, un bosque —dijo él sin hacerle caso. 

—¡Bruno! —le espetó su hermana, avanzando 
hacia él con unas zancadas tan grandes que el niño se 
apartó de un brinco de la ventana. 

—¿Qué? —preguntó fingiendo no saber a qué se 
refería. 
—Los otros niños. Has dicho que no parecen 
nada simpáticos. 

—Es verdad. —No quería juzgarlos antes de conocerlos, 
pero no tenía más remedio que guiarse por 
las apariencias, pese a que Madre le había dicho muchas 
veces que aquello no estaba bien. 

—Pero ¿qué otros niños? ¿Dónde están? 

Bruno sonrió y le indicó que lo acompañara. Ella 
resopló y siguió a su hermano; fue a dejar la muñeca 
en la cama, pero se lo pensó mejor y la abrazó con 
fuerza. Al entrar en el dormitorio de Bruno, Maria 
casi la derriba, pues en ese momento salía atropelladamente 
llevando lo que parecía un ratón muerto. 

—Están ahí fuera —dijo Bruno, mirando por la 
ventana. No se dio la vuelta para comprobar si Gretel 
había entrado en la habitación; estaba absorto observando 
a los niños. Por un momento, hasta olvidó que 
su hermana estaba allí. 

Gretel se había detenido en el umbral; se moría 
de ganas de mirar también, pero algo en el tono de 
Bruno y en el modo como miraba la puso nerviosa. 
Su hermano nunca había conseguido engañarla y suponía 
que tampoco la estaba engañando en aquel 
momento, pero algo en su actitud la hacía dudar sobre 
si de verdad quería ver a aquellos niños. Tragó saliva, 
ansiosa, y rezó en silencio para que volvieran a 
Berlín en el futuro inmediato y no pasado todo un 
mes como había apuntado Bruno. 

—¿Qué? —dijo el niño al volverse y verla plantada 
en el umbral, estrechando su muñeca, con las rubias 
trenzas en perfecto equilibrio sobre los hombros, 
a punto para recibir un buen tirón—. ¿No quieres 
verlos? 

—Claro que sí —replicó ella, y avanzó con paso 
vacilante—. Quítate de en medio —dijo, propinándole 
un codazo. 

Hacía una tarde radiante y soleada, y el sol salió 
por detrás de una nube en el preciso instante en que 
Gretel se asomó a la ventana; pero un momento más 
tarde sus ojos se adaptaron a la luz, el sol se ocultó de 
nuevo y la niña pudo ver exactamente a qué se refería 
Bruno. 



Lo que vieron por la ventana 


Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. 
Había niños pequeños y niños mayores, pero también 
padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. 
Y unas cuantas personas de las que viven en las calles 
y que parecen no tener familia. 

—¿Quiénes son? —preguntó Gretel, tan boquiabierta 
como solía quedarse su hermano últimamente—. 
¿Qué clase de sitio es ése? 

—No estoy seguro —dijo Bruno, sin faltar a la 
verdad—. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí 
lo sé. 

—¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las 
abuelas? 

—A lo mejor viven en otra zona. 

Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba 
muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo 
único que había visto era el bosque hacia el que estaba 
orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero 

quizá más allá hubiera algún claro donde hacer rae^ 
riendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado 
de la casa el panorama era muy diferente. 

A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo 
de la ventana de Bruno había un jardín bastante 
grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arriates. 
Parecían muy bien cuidados por alguien que hubiera 
comprendido que plantar flores en un sitio 
como aquél era una buena idea, como lo habría sido, 
durante una oscura noche de invierno, encender una 
velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en 
medio de un brumoso páramo. 

Más allá de las flores había un bonito adoquinado 
con un banco de madera, donde Gretel se imaginó 
sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo 
del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia 
no logró leer la inscripción. El asiento estaba 
orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un 
poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña 
lo entendió. 

Unos seis metros más allá del jardín y las flores 
y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la 
casa discurría una enorme alambrada, con la parte 
superior inclinada hacia dentro, que se extendía en 
ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba 
la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más 
que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida 
por gruesos postes de madera, como los de 
telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos 
rollos de alambre de espino enredados forma


ban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las 
afiladas púas. 

Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, 
a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación. 
El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas 
cabanas y grandes edificios cuadrados, separados 
entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. 
Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras 
para expresar su sorpresa, así que hizo lo único 
sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla. 

—¿Lo ves? —dijo Bruno a su espalda. Estaba 
satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese 
aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas 
personas, él lo había visto primero y podría verlo 
siempre que quisiera, puesto que se veía desde su 
ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo 
aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que 
contemplaban y ella su humilde subdita. 

—No lo entiendo —admitió Gretel—. ¿A quién 
se le ocurriría construir un sitio tan horrible? 
—¿Verdad que es horrible? Me parece que esas 
casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son. 
—Deben de ser casas modernas —sugirió su hermana—. 
Padre odia las cosas modernas. 

—Entonces no creo que le gusten. 

—No —dijo Gretel, y siguió contemplándolas. 

Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas 
más inteligentes de su clase, así que apretó los labios, 
entornó los ojos y se exprimió el cerebro para 
comprender qué era aquello. 

—Esto debe de ser el campo —concluyó al fin, 
volviéndose a mirar a su hermano con expresión de 
triunfo. 

—¿El campo? 

—Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? 
Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la 
ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas 
escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por 
el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que 
la multitud te empuje. 

—Ya... —asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento. 


—Pero en clase de Geografía nos enseñaron que 
en el campo, donde están los granjeros y los animales, 
y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas 
como ésta donde vive y trabaja la gente que 
envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos. 
—Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran 
extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias 
que había entre las cabanas—. Sí, debe de ser 
eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de 
veraneo —añadió esperanzada. 

Bruno reflexionó y negó con la cabeza. 

—No lo creo —dijo con convicción. 

—Tienes nueve años —replicó Gretel—. ¿Qué 
sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho 
mejor estas cosas. 

Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba 
de acuerdo en que eso le impidiera tener razón. 


—Pero si esto es el campo, como dices, ¿dónde 
están todos esos animales de los que hablas? 

Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le 
ocurrió ninguna respuesta adecuada, así que miró de 
nuevo y escudriñó el terreno en busca de los animales. 
No los había por ninguna parte. 

—Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas 
y caballos —dijo Bruno—. Y gallinas y patos. 
—Pues no hay ninguno —admitió Gretel en voz 
baja. 

—Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho 
—continuó Bruno, disfrutando de lo lindo—, la tierra 
tendría mejor aspecto, ¿no crees? No me parece 
que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida. 

Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no 
era tan tonta como para empeñarse en tener razón 
cuando era evidente que no la tenía. 

—A lo mejor resulta que no es ninguna granja 
—dijo. 

—No lo es —confirmó Bruno. 

—Y eso significa que esto no es el campo —añadió 
ella. 
—No, creo que no lo es. 
—Y eso también significa que seguramente ésta 
no es nuestra casa de veraneo —concluyó Gretel. 

—Me parece que no. 

Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió 
ganas de que Gretel se sentara a su lado, lo abrazara 
y le asegurara que todo saldría bien y que al final 
aquello acabaría gustándoles tanto que ya no que


rrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por 
la ventana, y esta vez no contemplaba las flores ni el 
adoquinado ni el banco con la placa ni la alta alambrada 
ni los postes de madera ni el alambre de espino 
ni la tierra reseca que había detrás ni las cabanas ni 
los pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba 
mirando a la gente. 

—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó 
con un hilo de voz, como si pensara en voz alta—. 
¿Y qué hacen allí? 

Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron 
juntos por la ventana, pegados el uno al otro, 
contemplando lo que pasaba más allá de aquella 
alambrada levantada a menos de quince metros de 
su nuevo hogar. 

Allá donde mirasen veían individuos que iban de 
un lado a otro; los había altos, bajos, viejos y jóvenes. 
Unos estaban de pie, inmóviles, formando grupos, 
con los brazos pegados a los costados, intentando 
mantener la cabeza erguida, mientras un soldado 
pasaba ante ellos gesticulando con la boca muy deprisa, 
como si les gritara algo. Algunos formaban 
una especie de cadena de presos y empujaban carretillas 
a través del campo; salían de un sitio que quedaba 
fuera del alcance de la vista y llevaban sus 
carretillas detrás de una cabana, donde desaparecían 
nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabanas 
formando grupos, con la vista clavada en el 
suelo como si jugaran a pasar inadvertidos. Otros caminaban 
con muletas y muchos llevaban vendajes en 

la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos 
por soldados hacia un sitio que quedaba oculto. 

Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero 
había tantas cabanas y el campo se extendía hasta tan 
lejos, más allá de donde alcanzaba la vista, que daba 
la impresión de que debía de haber miles. 

—Y qué cerca de nosotros viven —comentó Gretel 
frunciendo el ceño—. En Berlín, en nuestra tranquila 
y bonita calle, sólo había seis casas. Y mira 
cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar 
un empleo en un sitio tan horrible y con tantos 
vecinos? No tiene sentido. 

—Mira allí —dijo Bruno. 

Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo 
de su hermano y vio salir de una lejana cabana a un 
grupo de niños y a unos soldados que les gritaban. 
Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los 
niños, pero entonces un soldado se abalanzó sobre 
ellos y los niños se separaron e hicieron lo que al parecer 
les ordenaban, que era ponerse en fila india. 
Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y 
aplaudieron. 

—Deben de estar ensayando algo —sugirió Gretel, 
sin tener en cuenta que al parecer algunos niños, 
incluso mayores, incluso los que tenían la misma 
edad que ella, estaban llorando. 

—Ya te decía yo que aquí había niños —dijo 
Bruno. 
—Pero no son la clase de niños con los que yo 
quiero jugar. Mira qué sucios están. Hilda, Isobel y 

Louise se bañan todas las mañanas, como yo. Estos 
niños parece que no se hayan bañado en la vida. 

—Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no 
tienen cuartos de baño. 

—No seas estúpido —le espetó Gretel, pese a 
que le habían dicho muchas veces que no debía llamar 
estúpido a su hermano—. ¿Cómo no van a tener 
cuartos de baño? 

—No lo sé —dijo Bruno—. A lo mejor es que no 
hay agua caliente. 
Gretel siguió mirando unos momentos más; luego 
se estremeció y se dio la vuelta. 
—Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas 
—anunció—. La vista es más bonita desde allí. 

Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio 
y cerró la puerta, aunque no se puso a ordenar 
las muñecas enseguida. Se sentó en la cama y 
empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza. 

Su hermano se acercó a la ventana y, mientras 
contemplaba a aquellos cientos de personas que trajinaban 
o deambulaban a lo lejos, reparó en que todos 
—los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los 
padres, los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en 
las calles y que no parecían tener familia— llevaban la 
misma ropa: un pijama gris de rayas y una gorra gris 
de rayas. 

—Qué curioso —murmuró, y se apartó de la ventana. 




Prohibido Entrar Bajo Ningún 
Concepto y Sin Excepciones 


Sólo se podía hacer una cosa, y era hablar con Padre. 

Padre no había viajado desde Berlín en el mismo 
coche que ellos aquella mañana. Se había marchado 
unos días antes, la noche del día que Bruno llegó a 
casa y encontró a Maria revolviendo sus cosas, incluso 
las pertenencias que él había escondido en el fondo 
del mueble, que eran suyas y de nadie más. En los 
días siguientes, Madre, Gretel, Maria, el cocinero, 
Lars y Bruno se habían dedicado a meter sus cosas en 
cajas y cargarlas en un gran camión que las trasladaría 
a su nueva casa de Auchviz. 

Esa última mañana, cuando la residencia había 
quedado vacía y ya no parecía su hogar, metieron sus 
últimos objetos personales en las maletas y un coche 
oficial con banderitas rojas y negras en el capó se detuvo 
ante su puerta para llevárselos de allí. 

Madre, Maria y Bruno fueron los últimos en salir 
de la casa, aunque Bruno tuvo la impresión de que 

Madre no se percataba de que la criada seguía allí, 
porque cuando echaron un último vistazo al vacío recibidor 
donde habían pasado tantos momentos felices 
—era el sitio donde ponían el árbol de Navidad 
en diciembre, el sitio del paragüero en que dejaban 
los paraguas mojados, el sitio donde Bruno debía dejar 
sus zapatos manchados de barro cuando entraba, 
aunque nunca lo hacía—, Madre sacudió la cabeza y 
comentó una cosa muy extraña. 

—No debimos permitir que el Furias viniera a 
cenar —dijo—. Hay que ver de lo que son capaces 
algunos con tal de progresar. 

Entonces se dio la vuelta y Bruno vio que tenía lágrimas 
en los ojos, pero ella se sobresaltó al ver a Maña 
allí plantada, contemplándola. 

—Maria —dijo, y frunció el ceño—. Creía que 
estabas en el coche. 

—Ya me iba, señora. 

—No he querido decir... —añadió Madre; sacudió 
la cabeza y comenzó de nuevo—: No pretendía 
insinuar... 

—Ya me iba, señora —repitió Maria, que no debía 
de conocer la norma que prohibía interrumpir a 
Madre, y salió rápidamente por la puerta y corrió hacia 
el coche. 

Madre la miró un momento y se encogió de hombros, 
como si de cualquier manera nada de aquello 
importara ya realmente. 

—Vamos, Bruno —dijo, cogiéndole la mano y 
cerrando la puerta con llave—. Espero que podamos 

volver aquí algún día, cuando haya terminado todo 
esto. 

El coche oficial con las banderitas en el capó los 
llevó a una estación de ferrocarril que tenía dos vías 
separadas por un ancho andén. A cada lado del andén 
se encontraba un tren esperando a que subieran 
los pasajeros. Como había tantos soldados desfilando 
por el otro lado y la alargada caseta del guardavía interrumpía 
la visión, Bruno sólo pudo ver brevemente 
a la multitud. Entonces él y su familia subieron a un 
tren muy cómodo en el que viajaban muy pocos pasajeros, 
había muchos asientos vacíos y entraba bastante 
aire fresco cuando bajaban las ventanillas. Si los trenes 
hubieran estado orientados en sentidos opuestos, pensó, 
no habría parecido tan raro, pero no era así; ambos 
apuntaban hacia el este. Tuvo ganas de gritar a aquella 
gente que en su vagón quedaban muchos asientos 
vacíos, pero se abstuvo porque intuyó que, aunque 
aquello no hiciera enfadar a Madre, seguramente pondría 
furiosa a Gretel, lo cual habría sido peor. 

Bruno no había visto a su padre desde la llegada a 
la nueva casa de Auchviz. Poco antes había creído que 
quizá estaba en su dormitorio, cuando la puerta se había 
entreabierto, pero resultó ser aquel joven soldado 
antipático que había mirado a Bruno con unos ojos 
que no reflejaban ni pizca de ternura. No había oído la 
retumbante voz de Padre ni una sola vez, ni el sonido 
de sus pesadas botas en el entarimado de la planta baja. 
En cambio sí había gente que entraba y salía, y mientras 
trataba de decidir qué era lo mejor que podía ha


cer, Bruno oyó un gran alboroto proveniente de abajo; 
salió al pasillo y se asomó a la barandilla. 

Vio la puerta del despacho de Padre abierta, y a 
cinco hombres delante, riendo y estrechándose las 
manos. Padre estaba en el centro del grupo; iba muy 
elegante con su uniforme recién planchado. Se notaba 
que se había peinado y puesto fijador en su pelo 
grueso y oscuro. Mientras lo observaba desde arriba, 
Bruno sintió miedo y admiración a la vez. El aspecto 
de los otros hombres le gustó menos. Para empezar, 
no eran tan atractivos como Padre. Ni llevaban 
uniformes recién planchados. Ni sus voces eran tari 
retumbantes. Ni llevaban botas lustradas. Todos sostenían 
la gorra bajo el brazo y parecían rivalizar por la 
atención de Padre. Bruno sólo entendió algunas de 
las frases que decían. 

—... empezó a cometer errores el mismo día que 
llegó aquí. Al final el Furias no tuvo más remedio 
que... —dijo uno. 

—¡.. . disciplina! —dijo otro—. Y competencia. 
Nos ha faltado competencia desde principios del 
cuarenta y dos, y sin eso... 

—... está claro, los números no mienten. Está claro, 
comandante... —dijo el tercero. 

—... y si construimos otro —dijo el último—, 
imagínese lo que podríamos hacer entonces... ¡Imagínese...! 


Padre alzó una mano e inmediatamente los demás 
guardaron silencio. Era como si él fuera el director 
de un conjunto de voces masculinas. 

—Caballeros —dijo, y esa vez Bruno entendió 
todas y cada una de las palabras que oyó, porque no 
había sobre la tierra ningún hombre capaz de hacerse 
oír mejor que Padre desde un extremo al otro 
de una habitación—. Agradezco mucho sus sugerencias 
y sus palabras de ánimo. Y el pasado, pasado 
está. Empezaremos de nuevo, pero lo haremos mañana. 
Porque ahora será mejor que ayude a mi familia 
a instalarse, o tendré más problemas aquí dentro 
de los que tienen ellos ahí fuera, ya me comprenden. 


Los otros rieron y le estrecharon la mano. Antes 
de marcharse, formaron una hilera, como si fueran 
soldaditos de juguete, y saludaron estirando un brazo 
al frente, como Padre había enseñado a saludar a 
Bruno, con la palma de la mano hacia abajo, levantando 
el brazo con un firme movimiento mientras 
gritaban las dos palabras que a Bruno le habían enseñado 
que debía decir siempre que alguien se las dijera 
a él. Entonces se marcharon y Padre volvió a su 
despacho, donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún 
Concepto y Sin Excepciones. 

Bruno bajó despacio la escalera y vaciló un instante 
frente a la puerta. Estaba triste porque Padre 
no había subido a verlo durante la hora, más o menos, 
que él llevaba en la casa nueva, aunque ya le habían 
explicado que Padre estaba muy ocupado y no 
había que molestarlo por tonterías como un saludo. 
Pero los soldados ya se habían marchado y pensó 
que no pasaría nada si llamaba a la puerta. 

En Berlín, Bruno había estado en el despacho de 
Padre en contadas ocasiones, generalmente porque 
se había portado mal y había que leerle la cartilla. Sin 
embargo, la norma que se aplicaba al despacho de 
Padre en Berlín era una de las más importantes que 
Bruno había aprendido, y no era tan tonto como para 
pensar que no fuera a aplicarse también allí, en Auchviz. 


Con todo, como llevaban varios días sin verse, 
pensó que no le importaría que por una vez llamara a 
la puerta. 

Quizá Padre no lo oyó, quizá Bruno no llamó lo 
bastante fuerte, pero nadie abrió la puerta. Así que 
llamó de nuevo, esta vez un poco más fuerte; entonces 
oyó una retumbante voz al otro lado de la puerta: 
«¡Pase!» 

Bruno entró y adoptó la postura acostumbrada 
de ojos muy abiertos, labios formando una O y brazos 
extendidos hacia los lados. El resto de la casa 
quizá fuera un poco oscuro y triste y sin muchas posibilidades 
para la exploración, pero aquella habitación 
era otra cosa. Para empezar, el techo era muy alto y 
en el suelo había una alfombra en la que Bruno pensó 
que se hundiría si la pisaba. Las paredes apenas se 
veían, recubiertas de estantes de caoba oscura llenos 
de libros, como los que había en la biblioteca de la 
casa de Berlín. En la pared del fondo había unas 
enormes ventanas saledizas que se proyectaban sobre 
el jardín y permitían colocar un cómodo asiento delante; 
y en el centro de todo aquello, sentado detrás 

de un enorme escritorio de roble, estaba Padre, que 
levantó la vista de sus papeles y esbozó una ancha 
sonrisa. 

—¡Bruno! —exclamó. Acto seguido rodeó el escritorio 
y le estrechó la mano con firmeza, porque 
Padre no era de la clase de personas que dan abrazos, 
a diferencia de Madre y la Abuela, que los daban casi 
con demasiada frecuencia, acompañándolos de húmedos 
besos—. Hijo mío —añadió. 

—Hola, Padre —dijo él en voz baja, un poco intimidado 
por el esplendor de la habitación. 

—Bruno, pensaba subir a verte ahora mismo, te 
lo aseguro. Sólo tenía que acabar una reunión y escribir 
una carta. Veo que habéis llegado bien, ¿no? 

—Sí, Padre. 

—¿Has ayudado a tu madre y tu hermana a cerrar 
la casa? 
—Sí, Padre. 
—Estoy orgulloso de ti. —Asintió en señal de 

aprobación—. Siéntate, hijo. 

Señaló el amplio sillón que había enfrente de su 
escritorio y Bruno se sentó en él —sus pies no llegaban 
al suelo—, mientras Padre volvía a su asiento detrás 
del escritorio y lo miraba fijamente. Hubo un 
momento de silencio, hasta que Padre dijo: 

—¿Y bien? ¿Qué opinas? 

—¿Que qué opino? ¿Qué opino de qué? 

—De tu nuevo hogar. ¿Te gusta? 

—No —contestó Bruno sin vacilar, porque siempre 
procuraba ser sincero. Además, si vacilaba aun


que sólo fuera un instante no tendría valor para decir 
lo que de verdad pensaba—. Creo que deberíamos 
volver a casa —añadió con coraje. 

La sonrisa de su padre se apagó un poco^echó un 
rápido vistazo a su carta y luego volvió a levantar la 
cabeza, como si meditara bien su respuesta. 

—Es que ya estamos en casa, Bruno —dijo al fin 
con voz dulce—. Auchviz es nuestro nuevo hogar. 

—Pero ¿cuándo volveremos a Berlín? —preguntó 
el niño, desanimado tras oír aquello—. Berlín es 
mucho más bonito. 

—Vamos, vamos —dijo Padre, que no estaba para 
tonterías—. No me vengas con bobadas. Un hogar no 
es un edificio, ni una calle ni una ciudad; no tiene nada 
que ver con cosas tan materiales como los ladrillos y el 
cemento. Un hogar es donde está tu familia, ¿entiendes? 


—Sí, pero... 
—Y tu familia está aquí, Bruno. En Auchviz. 
Ergo, éste es nuestro hogar. 

Bruno no sabía qué quería decir ergo, pero no necesitaba 
saberlo porque se le ocurrió una respuesta 
muy hábil. 

—Pero los abuelos se han quedado en Berlín 
—adujo—. Y ellos también son nuestra familia. O sea 
que éste no puede ser nuestro hogar. 

Padre reflexionó y asintió con la cabeza. Hizo 
una larga pausa antes de responder: 
—Sí, Bruno, ellos también son nuestra familia. 
Pero tú, Gretel, Madre y yo somos las personas más 

importantes de la familia, y ahora vivimos aquí. En 
Auchviz. ¡Vamos, no estés tan triste! —Porque era 
evidente que Bruno estaba muy triste—. Ni siquiera 
le has dado una oportunidad. Estoy seguro de que 
esto acabará gustándote. 

—No me gusta. 

—Bruno... —repuso Padre con voz cansada. 

—Karl no vive aquí, ni Daniel ni Martin, y no 
hay otras casas cerca ni puestos de fruta y verdura ni 
calles ni cafeterías con mesas fuera ni nadie que te 
empuje al caminar los sábados por la tarde. 

—Bruno, en esta vida a veces hay que hacer cosas 
que no nos gustan —explicó Padre, y el niño se dio 
cuenta de que se estaba cansando de aquella conversación—. 
Y me temo que ésta es una de ellas. Esto es 
mi trabajo, un trabajo importante. Importante para 
nuestro país. Importante para el Furias. Algún día lo 
entenderás. 

—Quiero irme a casa —se obstinó Bruno, las lágrimas 
a punto de aflorarle. Sólo quería que Padre 
entendiera que Auchviz era un sitio espantoso y que 
ya era hora de marcharse de allí. 

—Tienes que aceptar que ahora éste es tu nuevo 
hogar —insistió su padre—. Este será tu hogar en el 
futuro inmediato. 

Bruno cerró los ojos un momento. Pocas veces en 
la vida se había empeñado tanto en salirse con la 
suya, y desde luego nunca había ido a hablar con Padre 
tan decidido a hacerle cambiar de opinión respecto 
a algo, pero la idea de vivir en un sitio tan 

horrible donde no había nadie con quien jugar era 
insoportable. Cuando abrió de nuevo los ojos, Padre 
se levantó, rodeó el escritorio y se sentó en un sillón a 
su lado. Bruno vio cómo destapaba una pitillera de 
plata, sacaba un cigarrillo y le daba unos golpecitos 
en el escritorio antes de encenderlo. 

—Cuando yo era niño —dijo entonces— había 
ciertas cosas que no me gustaba hacer, pero si mi padre 
decía que lo mejor para todos era que las hiciera,* 
yo me esmeraba y las hacía. 

—¿Qué clase de cosas? —preguntó Bruno. 

—Pues... no sé. —Se encogió de hombros—. 
Cosas normales de la vida diaria. Sólo era un niño y 
no sabía qué era lo mejor para mí. A veces, por ejemplo, 
no quería quedarme en casa a terminar los deberes, 
quería salir a la calle para jugar con mis amigos, 
igual que tú. Ahora miro hacia atrás y veo que era 
una tontería. 

—Entonces sabes cómo me siento —dijo Bruno, 
esperanzado. 

—Sí, pero también entendía que mi padre, tu 
abuelo, sabía qué era lo que más me convenía, y que 
yo siempre estaba más contento cuando lo aceptaba. 
¿Crees que habría tenido tanto éxito en la vida si 
no hubiera aprendido cuándo he de discutir y cuándo 
obedecer las órdenes sin rechistar? Dime, Bruno, 
¿qué crees? 

El niño miró en derredor. Su mirada se posó en 
la ventana situada en una esquina de la habitación y 
pudo divisar el espantoso panorama que había fuera. 

—¿Has hecho algo malo? —preguntó al cabo—. 
¿Has hecho enfadar al Furias? 
—¿Yo? —dijo Padre mirándolo con asombro—. 
¿Qué quieres decir? 

—¿Has hecho algo mal en tu trabajo? Ya sé que 
todos dicen que eres un hombre importante y que el 
Furias tiene grandes proyectos para ti, pero no te habría 
enviado a un sitio como éste si no hubiese tenido 
que castigarte por algo. 

Padre rió, lo cual molestó aún más a Bruno; no 
había nada que lo enfureciera más que un adulto se 
riera de él por no saber algo, sobre todo cuando él estaba 
esforzándose por averiguarlo. 

—Veo que no entiendes la importancia de un 
trabajo como el mío —dijo Padre. 

—Bueno, pero si todos tenemos que irnos de una 
bonita casa, dejar a nuestros amigos y venir a un sitio 
tan horrible como éste, no puedes haber hecho muy 
bien tu trabajo. Si has hecho algo mal, deberías ir y 
pedir disculpas al Furias, pues a lo mejor así se arreglaría 
todo. A lo mejor, si fueras muy sincero con él, 
te perdonaría. 

Pronunció aquellas palabras sin pensar antes si 
eran sensatas o no, y al oírlas le pareció que no decían 
exactamente lo que quería decir a Padre, pero allí 
estaban, ya las había dicho y no había forma de borrarlas. 


Tragó saliva con nerviosismo y, tras un breve silencio, 
miró de nuevo a su padre, que lo observaba fijamente, 
imperturbable. Bruno se pasó la lengua por 

los labios y desvió la vista. No le pareció buena idea 
sostenerle la mirada. 

Tras unos minutos de incómodo silencio, Padre 
se levantó despacio del sillón y volvió a su asiento del 
escritorio, dejando el cigarrillo en un cenicero. 

—No sé si pensar que eres muy valiente —dijo 
con voz queda al cabo de un momento— o muy 
irrespetuoso. Quizá seas muy valiente, lo cual no es 
malo. ' 

—No he querido decir... 

—Ahora calla y escucha —lo interrumpió Padre 
elevando la voz, porque a él no se le aplicaba ninguna 
de las reglas que regían la vida familiar—. He sido 
muy atento con tus sentimientos, Bruno, porque sé 
que este cambio es difícil para ti. Y he escuchado tus 
opiniones, pese a que tu juventud e inexperiencia 
hacen que expreses las cosas de un modo insolente. 
Y has visto que no me he enfadado por nada de eso. 
Pero ha llegado el momento de que sencillamente 
aceptes que... 

—¡No quiero aceptarlo! —gritó Bruno y parpadeó 
asombrado, porque no sabía que iba a ponerse a 
gritar (es más, se había llevado un auténtico susto). 
Se puso en tensión y se preparó para salir corriendo 
si fuera necesario. Pero aquel día, por lo visto, no 
había nada que hiciera enfadar a Padre (si Bruno 
era sincero, tenía que reconocer que Padre casi nunca 
se enfadaba: se quedaba callado y distante, pues 
en cualquier caso siempre acababa saliéndose con la 
suya, y en lugar de gritarle o perseguirlo por la casa, 

se limitaba a mover la cabeza dando por terminada la 
discusión). 

—Vete a tu habitación —dijo Padre en voz baja, 
y Bruno comprendió que lo decía en serio, así que se 
levantó, con los ojos anegados en lágrimas, y se dirigió 
hacia la puerta, pero antes de abrirla se dio la 
vuelta para hacer una última pregunta. 

—Padre... —empezó. 
—Bruno, no pienso seguir con... —repuso él con 
fastidio. 
—No; es otra cosa —se apresuró a aclarar Bruno—. 
Quiero hacerte una última pregunta. 

Padre suspiró e hizo un gesto animándolo a formular 
la pregunta, al mismo tiempo que le advertía 
que se trataba de la última y que luego el tema quedaría 
zanjado. 

Bruno se concentró, pues quería formularla bien 
para que no pareciera maleducada ni despectiva. 
—¿Quiénes son todas esas personas que hay ahí 
fuera? —preguntó al fin. 

Padre ladeó la cabeza, un poco desconcertado. 

—Soldados, Bruno —respondió—. Y secretarias. 
Empleados. No es la primera vez que los ves. 

—No, no me refiero a ellos, sino a las personas 
que veo desde mi ventana. En las cabanas, a lo lejos. 
Todos visten igual. 

—Ah, ésos —dijo Padre, asintiendo con la cabeza 
y esbozando una sonrisa—. Esas personas... bueno, 
es que no son personas, Bruno. 

El niño frunció el entrecejo. 

—¿Ah, no? —dijo, sin entender. 

—Al menos no son lo que nosotros entendemos 
por personas —explicó Padre—. Pero no debes preocuparte. 
No tienen nada que ver contigo. No tienes 
absolutamente nada en común con ellos. Instálate en 
tu nueva casa y pórtate bien, eso es lo único que te 
pido. Acepta la situación en que te encuentras y todo 
resultará mucho más fácil. 

—Sí, Padre —asintió Bruno, insatisfecho/ con la 
respuesta. 

Abrió la puerta y entonces Padre lo llamó. Se levantó 
y enarcó una ceja, como si su hijo hubiera olvidado 
algo. Bruno lo recordó en cuanto él hizo el saludo. 
Lo imitó a la perfección: juntó los pies y levantó un 
brazo antes de entrechocar los talones y articular con 
voz fuerte y clara —lo más parecida a la de Padre— 
las palabras con que siempre se despedían los soldados: 


—Heil, Hitlerl —Lo cual, suponía él, significaba 
algo como «Hasta luego, que tengas un buen día». 



La criada con un sueldo excesivo 


Unos días más tarde, Bruno estaba tumbado en su 
cama contemplando el techo. La pintura blanca, 
agrietada y desconchada, producía un efecto muy 
desagradable, a diferencia de la pintura de la casa de 
Berlín, que nunca se saltaba y todos los veranos recibía 
una capa nueva cuando Madre llamaba a los pintores. 
Entornó los ojos para tratar de determinar qué 
había tras las finas y largas grietas. Imaginó que en el 
espacio entre la pintura y el techo vivían insectos que 
la empujaban y resquebrajaban, intentando crear un 
hueco por donde colarse para luego escapar por una 
ventana. Nadie, pensó Bruno, ni siquiera los insectos, 
elegirían quedarse en Auchviz. 

—Aquí todo es horrible —dijo en voz alta, aunque 
estaba solo en la habitación, pero oírse decirlo le hacía 
sentir mejor—. Odio esta casa, odio mi habitación y 
hasta odio la pintura. Lo odio todo. Absolutamente 
todo. 

Acababa de decirlo cuando María entró por la 
puerta, cargada con un montón de ropa lavada y 
planchada de Bruno. Vaciló un momento al verlo allí 
tumbado, pero inclinó la cabeza y se dirigió en silencio 
hacia el armario. 

—Hola —dijo Bruno; aunque hablar con una 
criada no era lo mismo que hacerlo con amigos, no 
había nadie más por allí con quien mantener una conversación, 
y era mucho más lógico que hablar solo. 
No había visto a Gretel por ninguna parte y comenzaba 
a preocuparle la posibilidad de enloquecer de 
aburrimiento. 

—Señorito Bruno —saludó Maria con voz queda, 
mientras separaba las camisetas de los pantalones 
y la ropa interior, para luego acomodarlo todo en diferentes 
cajones y estantes. 

—Supongo que estás tan descontenta como yo 
con este nuevo plan —dijo Bruno. La criada lo miró 
con cara de incomprensión—. Con esto —explicó 
Bruno, incorporándose y mirando alrededor—. 
Todo esto. ¿Verdad que es espantoso? Tú también lo 
odias, ¿no? 

Maria fue a responder pero se contuvo y, tras vacilar 
un instante, se puso a gesticular con la boca, 
como probando diversas palabras que no acababa de 
juzgar apropiadas. Bruno la conocía de toda la vida 
—Maria había empezado a trabajar para ellos cuando 
él tenía sólo tres años—, y en general siempre se 
habían llevado bien, pero hasta entonces ella nunca 
había dado señales de tener vida propia. Se limitaba 

a hacer su trabajo: sacar el polvo, lavar la ropa, ayudar 
con la compra y en la cocina; a veces llevaba a Bruno 
a la escuela y lo iba a buscar, aunque desde su noveno 
cumpleaños decidió que ya era bastante mayor para 
ir a la escuela y volver a casa solo. 

—¿Qué pasa? ¿No te gusta esto? —preguntó al 
fin la criada. 

—¿Gustarme? —replicó Bruno con una débil risita—. 
¿Gustarme? —repitió con mayor énfasis—. ¡Pues 
claro que no me gusta! Es espantoso. No hay nada que 
hacer, nadie con quien hablar o jugar. No irás a decirme 
que estás contenta de que nos hayamos mudado 
aquí, ¿verdad? 

—Me gustaba el jardín de la casa de Berlín 
—dijo Maria, sin contestar directamente—. A veces, 
cuando hacía una tarde templada, me sentaba fuera, 
al sol, y almorzaba bajo la hiedra aralia que crecía 
junto al estanque. Había unas flores preciosas. Y un 
perfume... Me gustaba ver las abejas revoloteando 
alrededor de las flores; si no las molestabas, no te hacían 
nada. 

—Entonces esto no te gusta, ¿verdad? —insistió 
Bruno—. ¿Lo encuentras tan horrible como yo? 

Maria arrugó la frente. 

—Eso no tiene importancia —dijo. 

—¿Qué es lo que no tiene importancia? 

—Lo que yo piense. 

—Claro que tiene importancia —protestó Bruno, 
como si Maria se lo estuviera poniendo difícil a 
propósito—. Tú formas parte de la familia, ¿no? 

—No creo que tu padre esté de acuerdo con eso 
—dijo ella, esbozando una sonrisa, pues las palabras 
del niño la habían conmovido. 

—Bueno, te han traído aquí contra tu voluntad, 
igual que a mí. Si quieres saber mi opinión, estamos 
todos en el mismo barco. Y el barco hace agua. 

Bruno creyó que Maria le daría su propia opinión, 
pero se limitó a dejar el resto de la ropa encima 
de la cama y apretar los puños, como si estuviera muy 
enfadada por algo. Abrió la boca pero volvió a contenerse, 
como temerosa de todas las cosas que-podría 
decir si se decidía a empezar. 

—Dímelo, Maria, por favor —suplicó Bruno—. 
Porque si resulta que todos pensamos igual, a lo mejor 
logramos convencer a Padre de que nos lleve a 
casa otra vez. 

La mujer desvió la mirada, guardó silencio unos 
instantes y sacudió la cabeza con tristeza antes de decir: 
—Tu padre sabe qué nos conviene. Debes confiar 
en él. 

—No sé si confío en él —repuso Bruno—. Yo 
creo que ha cometido un grave error. 
—Si es así, debemos aguantarnos. 
—A mí, cuando cometo errores me castigan —in


sistió Bruno. Le fastidiaba que las reglas que se aplicaban 
a los niños nunca se aplicaran a los adultos 
(pese a que ellos eran quienes las imponían)—. Padre 
es un estúpido —añadió por lo bajo. 

Maria abrió los ojos como platos y retrocedió un 
paso, tapándose la boca con una mano, horrorizada. 

Miró alrededor para comprobar que nadie los estaba 
escuchando y luego lo reprendió: 

—No debes decir eso. Jamás debes decir una cosa 
así de tu padre. 

—No veo por qué no —replicó él; estaba un 
poco avergonzado de sí mismo por haberlo dicho, 
pero no pensaba permanecer impasible mientras le 
leían la cartilla cuando en realidad a nadie parecía 
importarle sus opiniones. 

—Porque tu padre es un hombre bueno. Un hombre 
muy bueno. Nos cuida a todos. 
—¿Trayéndonos aquí, al medio de la nada? ¿Así 
es como cuida de nosotros? 

—Tu padre ha hecho muchas cosas —dijo Maña—. 
Muchas cosas de las que deberías enorgullecerte. 
De no ser por tu padre, ¿dónde estaría yo ahora? 

—En Berlín, supongo. Trabajando en una bonita 
casa. Comiendo bajo la hiedra aralia y sin molestar a 
las abejas. 

—No te acuerdas de cuando empecé a trabajar 
para vosotros, ¿verdad? —replicó Maria en voz baja, 
sentándose un momento en el borde de la cama, algo 
que nunca había hecho—. ¿Cómo vas a acordarte? 
Entonces sólo tenías tres años. Tu padre me acogió y 
me ayudó cuando yo lo necesitaba. Me ofreció un 
empleo, un hogar. Me alimentó. No puedes imaginar 
lo que es pasar hambre. Tú nunca has pasado hambre, 
¿verdad? 

Bruno frunció el entrecejo. Quería mencionar 
que precisamente en ese momento se le estaba des


pertando el apetito, pero miró a Maria y comprendió 
por primera vez que nunca había considerado que 
ella fuera una persona con una vida y una historia 
propias. Al fin y al cabo, siempre la había visto únicamente 
como la criada de su familia. Ni siquiera estaba 
seguro de haberla visto alguna vez con otra ropa 
que no fuera el uniforme de criada. Aunque, pensándolo 
bien, como estaba haciendo en aquel momento, 
debía admitir que su vida tenía que consistir en algo 
más que servirlos a ellos. Debía de tener pensamientos 
en la cabeza, igual que él. Debía de haber cosas 
que añoraba, amigos a los que quería volver a ver, 
igual que él. Y debía de haberse dormido llorando 
todas las noches desde que llegara a Os Vais, igual que 
muchos niños más pequeños o menos valientes que él. 
Entonces se fijó en que además era muy guapa, lo 
cual le produjo una sensación extraña. 

—Mi madre conoció a tu padre cuando él tenía 
la edad que tú tienes ahora —dijo Maria tras una 
pausa—. Trabajaba para tu abuela. Fue su modista 
cuando ella iba de gira por Alemania, cuando era joven. 
Le preparaba los vestidos para los conciertos: los 
lavaba, planchaba y arreglaba. Eran unos vestidos 
maravillosos. ¡Y qué bordados, Bruno! Cada uno era 
una obra de arte. Hoy en día ya no quedan modistas 
como las de antes. —Sacudió la cabeza y sonrió al 
recordar, mientras Bruno escuchaba—. Mi madre se 
encargaba de que estuvieran todos preparados cuando 
tu abuela llegaba al camerino antes de un concierto. 
Y cuando tu abuela se retiró, mi madre permaneció 

en contacto con ella; recibía una modesta pensión, 
pero eran tiempos difíciles y tu padre me ofreció un 
empleo, mi primer empleo. Unos meses después mi 
madre enfermó, necesitó mucha atención médica y 
tu padre se encargó de todo, aunque no estaba obligado 
a hacerlo. Pagó todo de su propio bolsillo porque 
mi madre había sido amiga de su madre. Y me 
llevó a su casa por la misma razón. Y cuando murió 
mi madre, también pagó todos los gastos del funeral... 
Así que no vuelvas a llamar estúpido a tu padre, 
Bruno. Al menos no en mi presencia, porque no lo 
permitiré. 

Bruno se mordió el labio inferior. Había esperado 
que Maria se pusiera de su lado en la campaña 
para marcharse de Auchviz, pero ahora comprendió 
a quién era leal la criada. Y tenía que reconocer que la 
historia que acababa de contar le hacía sentirse muy 
orgulloso de su padre. 

—Bueno —dijo, porque no se le ocurría nada 
que decir—. Supongo que se portó bien. 

—Sí —afirmó Maria; se levantó y fue hacia la ventana, 
desde donde Bruno veía las cabanas y a la gente 
a lo lejos—. Se portó muy bien conmigo —continuó 
con voz queda, observando a la gente y los soldados 
ocupándose de sus asuntos—. Hay mucha bondad en 
su corazón, mucha bondad, por eso no entiendo... 
—Dejó la frase a medias, pues de pronto se le quebró 
la voz y Bruno pensó que iba a echarse a llorar. 

—¿Qué no entiendes? —preguntó el niño. 

—No entiendo qué... no entiendo cómo puede... 

—¿Cómo puede qué? 

Un portazo en el piso de abajo resonó por toda la 
casa como un disparo; fue tan fuerte que Bruno dio 
un respingo y Maria soltó un gritito. Se oyeron los 
pasos de alguien que subía la escalera con prisa. Bruno 
se acurrucó en la cama y se pegó a la pared, temiendo 
lo que iba a pasar. Contuvo la respiración, 
asustado, pero sólo era Gretel, la tonta de remate. La 
niña asomó la cabeza por la puerta y pareció sorprenderse 
de ver a su hermano en compañía de la 
criada. 

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gretel. 
—Nada —dijo Bruno a la defensiva—. ¿Qué 
quieres? Vete. 

—Vete tú —replicó ella, pese a que estaban en la 
habitación de él, y luego miró a Maria, entornando 
los ojos con recelo—. Prepárame la bañera —le ordenó. 


—¿Por qué no te la preparas tú? —le espetó Bruno. 
—Porque ella es la criada —replicó Gretel—. Para 
eso está aquí. 

—No está aquí para eso —le gritó Bruno; se levantó 
de la cama y fue derecho hacia su hermana—. 
No está aquí para hacérnoslo todo, ¿sabes? Y menos 
aún las cosas que podemos hacer nosotros mismos. 


Gretel se quedó mirándolo como si se hubiera 
vuelto loco, y luego miró a Maria, que sacudió la cabeza. 


—Ahora mismo voy, señorita Gretel —dijo—. 
Acabo de ordenar la ropa de su hermano y me ocupo 
de usted. 

—Pues no tardes —repuso la niña con brusquedad 
(a diferencia de Bruno, ella nunca se había parado 
a pensar que Maria era una persona con sentimientos 
igual que las demás), y se marchó a su habitación. 

Maria no la siguió con la mirada, pero en sus mejillas 
habían aparecido unas manchas rosadas. Una 
vez se hubo serenado, Bruno dijo: 

—Sigo pensando que Padre ha cometido un grave 
error. —Le habría gustado disculparse por el 
comportamiento de su hermana, pero no sabía si era 
lo correcto. Aquellas situaciones siempre lo hacían 
sentir muy incómodo, porque en el fondo sabía que 
no había que ser maleducado con nadie, ni siquiera 
con los empleados. Al fin y al cabo, existía una cosa 
que se llamaba educación. 

—Aunque lo pienses, no lo digas en voz alta —se 
apresuró a decir Maria, acercándose a él y mirándolo 
como para hacerle entrar en razón—. Prométemelo. 

—Pero ¿por qué? —repuso Bruno frunciendo el 
entrecejo—. Sólo digo lo que siento. Eso no está prohibido, 
¿no? 

—Sí. Sí, está prohibido. 
—¿No puedo decir lo que siento? —dijo el niño, 
incrédulo. 

—No —insistió la criada, con la voz un poco 
crispada—. No digas nada, Bruno. No te imaginas 
los problemas que podrías causarnos a todos. 

Bruno se quedó mirándola. Había algo en sus 
ojos, una especie de ansiedad angustiosa que el niño 
nunca le había visto. Eso lo inquietó. 

—Bueno —masculló, y miró la puerta. De pronto 
sentía la necesidad de alejarse de la criada—. Sólo 
decía que esto no me gusta, nada más. Sólo te daba 
un poco de conversación mientras tú guardabas la 
ropa. No es que esté planeando escaparme ni nada 
parecido. Aunque si lo hiciera no creo que nadie me 
criticara por ello. 

—¿Y matar a tus padres del disgusto? —replicó 
Maria—. Bruno, si tienes algo de sentido común, te 
quedarás callado y te concentrarás en tus deberes y 
en lo que te diga tu padre. Tenemos que cuidarnos 
hasta que esto haya terminado. ¿Qué más podemos 
hacer? No está en nuestras manos cambiar las cosas. 

De pronto, y sin motivo aparente, Bruno sintió 
un súbito impulso de llorar. Eso lo sorprendió incluso 
a él, y parpadeó varias veces seguidas para que 
Maria no se diera cuenta de cómo se sentía. Aunque, 
cuando volvió a mirar a la criada, pensó que quizá sí 
había algo extraño en la atmósfera aquel día, porque 
ella también tenía los ojos llorosos. Todo aquello lo 
incomodó mucho, así que se dirigió hacia la puerta. 

—¿Adonde vas? —preguntó Maria. 
—Afuera —refunfuñó Bruno—. Por si te interesa 
saberlo. 

Salió despacio de la habitación, pero en el pasillo 
aceleró el paso y bajó la escalera a toda prisa, porque 
de pronto tenía la impresión de que si no salía de la 

casa inmediatamente se desmayaría. Unos segundos 
más tarde estaba fuera y echó a correr de una punta a 
otra del camino de la casa, porque necesitaba moverse, 
hacer algo que lo cansara. A lo lejos vio la verja 
que conducía a la carretera que conducía a la estación 
del ferrocarril que conducía a su antigua casa, pero la 
idea de volver a Berlín, la idea de escaparse y quedarse 
solo, era aún más desagradable que la idea de quedarse 
en Auchviz. 



El día que madre se atribuyó el mérito 
de algo que no había hecho 

Varias semanas después de que Bruno llegara a Auchviz 
con su familia y sin ninguna perspectiva en el 
horizonte de recibir una visita de Karl o Daniel o 
Martin, el niño decidió que lo mejor que podía hacer 
era empezar a buscar alguna forma de distraerse, o se 
volvería loco. 

Sólo había conocido a una persona a la que consideraba 
loca, herr Roller, un hombre de la misma 
edad que Padre y que vivía al doblar la esquina de su 
antigua calle de Berlín. Solían verlo pasear arriba y 
abajo por la calle, a cualquier hora del día o la noche, 
discutiendo acaloradamente consigo mismo. A veces, 
la trifulca se descontrolaba y herr Roller intentaba 
dar puñetazos a su propia sombra en la pared. De 
vez en cuando peleaba con tanta rabia que golpeaba 
con los puños el muro de ladrillo y se hacía sangre, y 
entonces caía de rodillas, se echaba a llorar desconsoladamente 
y se daba palmadas en la cabeza. En al


gunas ocasiones le había oído pronunciar aquellas 
palabras que a él no le dejaban pronunciar, y cuando 
eso ocurría no podía parar de reír. 

—No te burles del pobre herr Roller —le había 
dicho Madre una tarde, después de que el niño le relatara 
su última aventura—. No tienes ni idea de lo 
mal que lo ha pasado en la vida. 

—Está loco —dijo Bruno, llevándose un dedo a 
la sien y describiendo círculos mientras silbaba para 
indicar lo chiflado que estaba—. El otro día se acercó 
a un gato que había en la calle y lo invitó a tomar el té. 

—¿Y qué dijo el gato? —preguntó Gretel, que se 
estaba preparando un bocadillo en la encimera de la 
cocina. 

—Nada —contestó Bruno—. Era un gato. 

—Lo digo en serio —insistió Madre—. Franz 
era un joven encantador; yo lo conocí cuando era 
niña. Era amable y considerado y bailaba como Fred 
Astaire. Pero lo hirieron de gravedad en la Gran 
Guerra, en la cabeza, y por eso ahora se comporta de 
ese modo. No tiene ninguna gracia. No tenéis ni idea 
de lo que tuvieron que soportar aquellos jóvenes. No 
podéis imaginar cuánto sufrieron. 

Entonces Bruno sólo tenía seis años y no estaba 
muy seguro de a qué se refería Madre. 

—Eso pasó hace mucho tiempo —explicó ella 
cuando su hijo se lo preguntó—. Antes de que tú nacieras. 
Franz fue uno de los jóvenes que lucharon por 
nosotros en las trincheras. Tu padre lo conocía muy 
bien; creo que sirvieron juntos. 

—¿Y a Padre qué le pasó? 

—No importa. La guerra no es un tema de conversación 
agradable. Me temo que dentro de poco 
pasaremos mucho tiempo hablando de ella. 

Aquel diálogo había tenido lugar unos tres años 
antes de que la familia se mudara a Auchviz, y durante 
ese tiempo Bruno no había pensado mucho en herr 
Roller. Sin embargo, ahora tuvo la certeza de que si 
no hacía algo sensato, algo en lo que pudiera emplear 
su mente, él también acabaría paseando por las calles, 
peleándose consigo mismo e invitando a los gatos callejeros 
a reuniones sociales. 

Para mantenerse ocupado, Bruno dedicó toda la 
mañana y toda la tarde de un sábado a preparar un 
nuevo pasatiempo. A cierta distancia de la casa —en 
una zona que se veía desde la habitación de Gretel, 
pero no desde la suya— había un roble de tronco 
muy grueso. Era un árbol alto, con grandes y gruesas 
ramas capaces de soportar el peso de un niño. El árbol 
parecía tan viejo que Bruno estimó que lo habían 
plantado a finales de la Edad Media, una época que 
había estudiado recientemente y que encontraba fascinante, 
sobre todo por los caballeros que vivían grandes 
aventuras en tierras lejanas y hacían interesantes 
descubrimientos. 

Sólo había dos cosas que Bruno necesitaba para 
su nuevo pasatiempo: unos trozos de cuerda y un 
neumático. Encontrar la cuerda fue fácil, pues en el 
sótano de la casa se almacenaban varios rollos y no le 
llevó mucho tiempo hacer algo tan peligroso como 

buscar un cuchillo afilado y cortar todos los trozos 
que consideró necesarios. Los llevó al roble y los dejó 
en el suelo para utilizarlos más adelante. El neumático 
ya era otra cosa. 

Aquella mañana en particular, ni Madre ni Padre 
estaban en casa. Ella se había marchado temprano en 
tren, a una ciudad cercana donde pasaría el día para 
cambiar de aires, mientras que a él lo habían visto dirigirse 
hacia las cabanas que se veían desde la ventana 
de Bruno. Como de costumbre, había muchos 
camiones y jeeps militares aparcados cerca de la casa, 
y aunque Bruno sabía que era imposible robarles un 
neumático, siempre cabía la posibilidad de encontrar 
uno suelto en alguna parte. 

Cuando salió de la casa vio a Gretel hablando 
con el teniente Kotler y, sin mucho entusiasmo, decidió 
que él era la persona idónea. Kotler era el joven 
oficial al cual Bruno había visto el día de su llegada a 
Auchviz, el que había aparecido en el piso de arriba 
de su casa y que lo había mirado un momento antes de 
saludarlo con la cabeza y seguir su camino. Bruno lo 
había visto varias veces desde entonces —entraba y 
salía de la casa como si fuera de la familia, y además 
no tenía prohibido entrar en el despacho de Padre—, 
pero no habían hablado mucho. Bruno no habría sabido 
explicar por qué, pero el teniente Kotler no le 
caía bien. Alrededor de aquel teniente había una atmósfera 
fría que hacía que Bruno quisiera ponerse un 
jersey. Sin embargo, no había nadie más a quien pedírselo, 
así que se armó de valor y se acercó a saludarlo. 

La mayoría de los días, el joven oficial presentaba 
un aspecto muy elegante, se paseaba con aire resuelto 
y daba la impresión de que le hubieran planchado el 
uniforme una vez puesto. Siempre lucía las botas negras 
perfectamente embetunadas, y el rubio cabello 
con raya a un lado y perfectamente peinado con 
algo que conservaba las marcas del peine, como un 
campo recién labrado. Además, se ponía tanta colonia 
que sabías cuándo iba a aparecer porque lo olías 
de lejos. Bruno había aprendido a no quedarse donde 
el viento le trajera su perfume, por temor a desmayarse. 


Pero aquel día, como era sábado por la mañana y 
hacía tanto sol, el teniente Kotler no iba tan arreglado. 
Llevaba camiseta blanca y unos pantalones normales, 
y un rebelde mechón de cabello le tapaba la 
frente. Tenía los brazos asombrosamente bronceados 
y unos músculos que Bruno ya hubiera querido 
para sí. Ese día parecía tan joven que el niño se sorprendió; 
de hecho, le recordó a los chicos mayores de 
la escuela, aquellos a los que no era conveniente acercarse. 
Kotler estaba absorto en una conversación con 
Gretel y lo que decía debía de ser tremendamente 
gracioso, puesto que ella reía a carcajadas y se enroscaba 
el cabello con los dedos formando tirabuzones. 

—Hola —dijo Bruno al acercarse a ellos. 

Gretel lo miró con cara de fastidio. 

—¿Qué quieres? —le preguntó. 

—No quiero nada —le espetó Bruno mirándola 
con desdén—. Sólo he venido para saludar. 

—Tendrá que perdonar a mi hermano pequeño, 
Kurt —He dijo Gretel al teniente—. Es que sólo tiene 
nueve años. 

—Buenos días, jovencito —dijo Kotler, y entonces 
estiró un brazo y, para gran espanto de Bruno, 
le alborotó el cabello; al niño le dieron ganas de derribarlo 
de un empujón y saltarle sobre la cabeza—. 
¿Y qué te trae por aquí tan temprano un sábado por 
la mañana? 

—No es tan temprano —dijo Bruno—. Son casi 
las diez en punto. 

El oficial se encogió de hombros. 

—Cuando yo tenía tu edad, mi madre no podía 
levantarme de la cama hasta la hora de comer. Me 
decía que si me pasaba la vida durmiendo no crecería 
y me quedaría enclenque. 

—Ah, pues en eso andaba muy equivocada, ¿verdad? 
—dijo Gretel con una sonrisa tonta. 

Bruno la miró con desagrado. Su hermana hablaba 
con una vocecilla cursi, como si tuviera la cabeza 
llena de serrín. Estaba deseando alejarse de ellos, y 
no le interesaba saber de qué estaban hablando, pero 
sus intereses lo obligaban a pedir al teniente Kotler 
lo inconcebible: un favor. 

—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó. 
—Adelante —dijo Kotler, y Gretel rió otra vez, 
aunque no había nada de qué reír. 

—¿Sabe si hay algún neumático de recambio por 
aquí? De alguno de los jeeps, quizá. O de algún camión. 
Uno que ya no utilicen. 

—El único neumático de recambio que he visto 
últimamente por aquí es del sargento Hoffschneider, 
y lo lleva siempre alrededor de la cintura —contestó 
Kotler, mientras sus labios esbozaban algo parecido 
a una sonrisa. Aquello no tenía ningún sentido para 
Bruno, pero a Gretel le hizo tanta gracia que empezó 
a sacudirse como si bailara sin moverse del sitio. 

—¿Pero lo utiliza o no? —preguntó Bruno. 

—¿El sargento Hoffschneider? Sí, me temo que 
sí. Le tiene mucho aprecio a su neumático de recambio. 


—Basta, Kurt —dijo Gretel, secándose las lágrimas—. 
¿No ve que no le entiende? Sólo tiene nueve 
años. 

—¿Quieres hacer el favor de callarte? —replicó 
el niño mirando con fastidio a su hermana. Ya era 
bastante penoso tener que pedirle un favor al teniente, 
y sólo faltaba que su propia hermana se burlara 
de él en ese momento—. Tú sólo tienes doce años 
—añadió—. Deja de fingir que eres mayor de lo que 
eres. 

—Tengo casi trece años, Kurt —dijo Gretel con 
brusquedad, el semblante demudado—. Los cumpliré 
dentro de quince días. Soy una adolescente. 
Como usted. 

Kotler sonrió y asintió con la cabeza, pero no dijo 
nada. Bruno lo miró a los ojos. Si hubiera tenido delante 
a otro adulto, habría puesto los ojos en blanco 
para dar a entender que ambos sabían que las niñas 
eran tontas y las hermanas, tremendamente ridiculas. 

Pero aquél no era cualquier adulto. Aquél era el teniente 
Kotler. 

—Bueno —dijo Bruno ignorando la mirada de 
rabia que Gretel le dirigía—, aparte de ése, ¿hay algún 
otro sitio donde pueda encontrar un neumático 
desechado? 

—Claro que sí —dijo el teniente, que había dejado 
de sonreír y de pronto parecía estar aburriéndose 
con todo aquello—. Pero ¿para qué lo quieres? 

—Quiero construir un columpio. Ya sabe, con un 
neumático y cuerda, colgado de las ramas de un árbol. 


—Ah, ya. —Kotler asintió con la cabeza como si 
para él aquellas cosas sólo fueran recuerdos lejanos, 
pese a que, como Gretel había señalado, él tampoco 
era más que un adolescente—. Sí, yo también me hacía 
columpios cuando era pequeño. Mis amigos y yo 
pasamos tardes estupendas jugando con ellos. 

A Bruno le sorprendió tener algo en común con 
él (y más aún saber que el teniente Kotler había tenido 
amigos). 

—Así pues, ¿qué le parece? —preguntó—. ¿Hay 
alguno por aquí? 

Kotler lo miró fijamente, como si vacilara entre 
darle una respuesta directa o intentar alguna chanza 
más. Entonces vio a Pavel —el anciano que por las 
tardes acudía a la cocina a pelar las hortalizas para la 
cena, antes de ponerse la chaqueta blanca y servir 
la mesa— dirigiéndose hacia la casa, y por lo visto se 
decidió. 

—¡Eh, tú! —gritó, y añadió una palabra que 
Bruno no entendió—. Ven aquí... —dijo la palabra 
otra vez, y su áspero sonido hizo que Bruno desviara 
la mirada y se sintiera avergonzado de formar parte 
de aquella escena. 

Pavel fue hacia ellos y el joven oficial le habló 
con insolencia, pese a que podría haber sido su nieto. 


—Lleva a este jovencito al almacén que hay detrás 
de la casa. Amontonados junto a una pared verás 
unos neumáticos viejos. Que elija uno, y tú se lo llevas 
a donde él te diga. ¿Has entendido? 

Pavel sujetó su gorra con ambas manos y asintió, 
agachando la cabeza más aún de lo que habitualmente 
la agachaba. 

—Sí, señor —respondió en voz baja, casi inaudible. 


—Y después, cuando vuelvas a la cocina, asegúrate 
de que te lavas las manos antes de tocar la comida, 
asqueroso... —El teniente repitió aquella palabra 
que ya había empleado dos veces, y al hacerlo escupió 
un poco. 

Bruno miró a Gretel, que había estado contemplando, 
embelesada, los reflejos del sol en el cabello 
de Kotler, pero que en ese momento parecía un poco 
incómoda, como su hermano. Ninguno de los dos 
había hablado con Pavel hasta entonces, pero era 
muy buen camarero y, según Padre, los buenos camareros 
no abundaban. 

—Ya puedes irte —dijo el teniente. 

Pavel dio media vuelta y guió a Bruno hasta el 
almacén; de vez en cuando el niño miraba hacia 
atrás, a su hermana y al oficial, porque sentía el impulso 
de volver allí y llevarse a Gretel, pese a que era 
una pesada y una egocéntrica y la mayor parte del 
tiempo se mostraba cruel con él. Pero no le hacía 
ninguna gracia dejarla sola con un individuo como 
el teniente Kotler. Desde luego, no había forma de 
disimularlo: el teniente Kotler era sencillamente repugnante. 


El accidente se produjo dos horas después de que 
Bruno hubiera encontrado un neumático adecuado y 
Pavel lo hubiera arrastrado hasta el gran roble que se 
veía desde la ventana de Gretel. Bruno había trepado 
y bajado, trepado y bajado y trepado y bajado por el 
tronco para atar bien un extremo de las cuerdas a las 
ramas y el otro al neumático. Hasta ese momento, 
toda la operación había sido un éxito rotundo. El había 
construido un columpio similar en otra ocasión, 
aunque con la ayuda de Karl, Daniel y Martin. Ahora 
lo estaba haciendo solo, lo cual comportaba que la 
operación resultara mucho más arriesgada. Y sin embargo 
lo consiguió. 

Por fin instalado en el centro del neumático, empezó 
a columpiarse como si no tuviera ni una sola 
preocupación, sin importarle que fuera uno de los 
columpios más incómodos en que se había sentado 
jamás. 

Luego se tumbó boca abajo sobre el neumático y 
se dio impulso con los pies contra el suelo. Cada vez 
que el neumático se balanceaba hacia atrás, Bruno 
alcanzaba a tocar el tronco de un árbol con un pie, lo 
que le permitía impulsarse para elevarse más rápido 
y más alto. Aquello funcionó muy bien hasta que, de 
pronto, resbaló del neumático justo cuando intentaba 
darse un nuevo impulso y cayó de bruces al suelo, 
produciendo un ruido sordo. 

Todo se volvió negro, pero al punto recuperó la 
visión y se incorporó. En ese momento el neumático 
oscilaba hacia atrás y le golpeó la cabeza. El niño soltó 
un grito y se apartó de su trayectoria. Cuando por 
fin logró ponerse en pie, le dolían mucho un brazo y 
una pierna, pues había caído sobre ellos, aunque no 
creía que los tuviera rotos. Se miró la mano y la vio 
cubierta de arañazos, y en el codo se había hecho un 
buen rasguño. La pierna le dolía más que el brazo, y 
cuando se miró la rodilla, que asomaba justo por debajo 
de sus pantalones cortos, vio un ancho corte que 
parecía estar esperando a que Bruno lo descubriera, 
pues en ese instante la herida empezó a sangrar profusamente. 


—¡Vaya! —exclamó Bruno, y se preguntó qué 
debía hacer. 

Pero no tuvo que preguntárselo mucho rato, ya 
que el roble donde había construido el columpio estaba 
en el mismo lado de la casa que la cocina, y Pavel, 
que se encontraba junto a la ventana pelando 
patatas, había visto el accidente. Cuando el niño le


vantó de nuevo la cabeza, vio a Pavel corriendo hacia 
él, y entonces se sintió lo bastante seguro para abandonarse 
a la sensación de mareo que lo embargaba. 
Estuvo a punto de caerse, pero esta vez no llegó a tocar 
el suelo, porque Pavel lo sujetó. 

—No entiendo qué ha pasado —balbuceó—. No 
parecía peligroso. 

—Te elevabas demasiado —dijo Pavel en voz 
baja—. Te he visto. Estaba pensando que en cualquier 
momento te harías daño. 

—Y me lo he hecho —dijo Bruno. 

—Sí, eso parece. 

Pavel lo llevó en brazos por el jardín hacia la casa, 
entró en la cocina y lo sentó en una silla. 

—¿Dónde está Madre? —preguntó Bruno, mirando 
alrededor en busca de la primera persona a la 
que siempre recurría cuando tenía un problema. 

—Me temo que tu madre todavía no ha regresado 
—dijo Pavel, que se había arrodillado delante 
de Bruno para examinarle la rodilla—. Sólo estoy 
yo. 

—Entonces ¿qué va a suceder? —Le entró un 
poco de miedo, una emoción que quizá le provocaría 
el llanto—. Podría morir desangrado. 

Pavel rió un poco y negó con la cabeza. 

—No vas a morir desangrado —le aseguró; acercó 
un taburete y puso la pierna de Bruno encima—. 
No te muevas. Ahí hay un botiquín. 

El niño observó cómo cogía el botiquín verde de 
un armario y llenaba un cuenco con agua, probándo


la primero con el dedo para asegurarse de que no estaba 
demasiado fría. 
—¿Tendrán que llevarme al hospital? —preguntó 
Bruno. 

—No, no. —Pavel se arrodilló de nuevo a su 
lado, mojó un paño en el agua del cuenco y se lo aplicó 
con cuidado en la rodilla. Bruno hizo una mueca 
de dolor, pese a que en realidad no le dolía demasiado—. 
Sólo es un pequeño corte. Ni siquiera necesitarás 
puntos. 

Bruno frunció el entrecejo y se mordió el labio 
con nerviosismo mientras Pavel le limpiaba la sangre 
de la herida y luego le aplicaba otro paño y presionaba 
unos minutos. Cuando retiró el paño con cuidado, 
la herida había dejado de sangrar; entonces agarró 
una botellita con un líquido verde del botiquín y le 
dio unos toques en la herida, que a Bruno le escocieron 
bastante y le hicieron decir varios «ay». 

—No duele tanto —dijo Pavel con voz suave y 
amable—. Si piensas que duele más de lo que en realidad 
duele, es peor. 

Bruno se dijo que aquello tenía sentido, y se controló 
para no soltar otro «ay». Cuando Pavel hubo 
terminado de aplicarle el líquido verde, buscó un 
aposito en el botiquín y le cubrió la herida. 

—Listo —dijo—. Así está mejor, ¿no? 

Bruno asintió con la cabeza, avergonzándose un 
poco por no haber demostrado todo el valor que le 
habría gustado. 

—Gracias —dijo. 

—De nada —repuso Pavel—. Ahora tienes que 
quedarte aquí sentado unos minutos. Dentro de un 
rato podrás volver a andar, ¿de acuerdo? Deja que la 
herida descanse. Y será mejor que hoy no vuelvas a 
subirte al columpio. 

Bruno asintió y mantuvo la pierna estirada encima 
del taburete mientras Pavel iba al fregadero y se 
lavaba concienzudamente las manos, frotándose incluso 
debajo de las uñas con un cepillo, antes de secárselas 
y volver a las patatas. 

—¿Le contarás a Madre lo que ha pasado? —preguntó 
Bruno, que llevaba unos minutos cuestionándose 
si lo considerarían un héroe por haber sufrido un 
accidente o un granuja por haber construido un artilugio 
peligroso. 

—Creo que lo verá ella misma —contestó Pavel; 
llevó las zanahorias a la mesa, se sentó frente a Bruno 
y se puso a pelarlas encima de un periódico viejo. 

—Sí, supongo que sí. A lo mejor quiere llevarme 
al médico. 

—No lo creo —dijo Pavel en voz baja. 

—Eso nunca se sabe —repuso Bruno, que no 
quería que le quitaran importancia a su accidente. Al 
fin y al cabo, era lo más emocionante que le había pasado 
desde su llegada—. Podría ser peor de lo que 
parece. 

—No lo es —repuso Pavel, que prestaba toda su 
atención a las zanahorias. 
—¿Y usted cómo lo sabe? —se apresuró a preguntar 
Bruno, un poco molesto pese a que aquel 

hombre lo había levantado del suelo, llevado a la casa 
y curado la herida—. Usted no es médico. 

Pavel dejó de pelar zanahorias un momento y lo 
miró sin levantar la cabeza, como si estuviera pensando 
qué replicar. Entonces suspiró y dijo: 

—Sí, lo soy. 
Bruno se quedó mirándolo, sorprendido. Aquello 
no tenía ninguna lógica. 

—Pero si usted es camarero —dijo despacio—. 
Y pela las hortalizas para la cena. ¿Cómo puede ser 
también médico? 

—Mira, joven —repuso Pavel, y Bruno agradeció 
que tuviera la delicadeza de llamarlo «joven» en 
lugar de «jovencito», como había hecho el teniente 
Kotler—, te aseguro que soy médico. Que uno contemple 
el cielo por la noche no lo convierte en astrónomo, 
¿sabes? 

Bruno no tenía ni idea de qué quería decir con 
eso, pero sus palabras hicieron que lo observara atentamente 
por primera vez. Era un hombre menudo y 
delgado, con largos dedos y facciones angulosas. Era 
mayor que Padre pero más joven que Abuelo, lo cual 
significaba que era bastante anciano, y aunque Bruno 
nunca lo había visto antes de llegar a Auchviz, su cara 
tenía algo que le hizo pensar que en el pasado había 
llevado barba. 

Pero ya no la llevaba. 

—Pues no lo entiendo —dijo Bruno, tratando de 
llegar al fondo del asunto—. Si es médico, ¿por qué trabaja 
de camarero? ¿Por qué no está en un hospital? 

Pavel vaciló largamente antes de contestar, y 
mientras lo hacía Bruno no dijo nada. No sabía por 
qué, pero tenía la impresión de que lo educado era esperar 
hasta que Pavel decidiese hablar. 

—Antes de venir aquí practicaba la medicina 
—dijo al final. 

—¿Practicaba? —repitió Bruno, que no estaba 
familiarizado con aquella expresión—. ¿Qué pasaba? 
¿No lo hacía bien? 

Pavel sonrió. 

—Sí, lo hacía muy bien. Verás, siempre quise ser 
médico. Desde que era muy pequeño. Desde que tenía 
tu edad. 

—Yo quiero ser explorador —dijo rápidamente 
Bruno. 

—Te deseo suerte. 

—Gracias. 

—¿Ya has descubierto algo? 

—En nuestra casa de Berlín se podía explorar 
mucho —recordó Bruno—. Pero, claro, era una casa 
muy grande, no se imagina cómo de grande, y había 
muchos sitios para explorar. Aquí es diferente. 

—Aquí nada es igual —coincidió Pavel. 

—¿Usted lleva mucho tiempo en Auchviz? 

Pavel dejó la zanahoria y el pelador en la mesa y 
reflexionó. 
—Creo que siempre he estado aquí —dijo con 
un hilo de voz. 

—¿Se crió aquí? 

—No. —Negó con la cabeza—. No me crié aquí. 

—Pero si acaba de decir... 

Antes de que Bruno terminase la frase, se oyó la 
voz de Madre fuera. Pavel se puso en pie de un brinco 
y volvió al fregadero con las zanahorias, el pelador y 
el periódico lleno de pieles; le dio la espalda a Bruno, 
agachó la cabeza y no volvió a hablar. 

—¿Se puede saber qué te ha pasado? —preguntó 
Madre cuando llegó a la cocina y se inclinó para examinar 
el aposito que cubría la herida de Bruno. 

—He construido un columpio y me caí de él 
—explicó el niño—. Y entonces el columpio me golpeó 
la cabeza y casi me desmayo, pero Pavel me trajo 
aquí, me curó y me puso un aposito. Aunque me escocía 
mucho, no he llorado. Ni una sola lágrima, 
¿verdad que no, Pavel? 

Pavel se volvió ligeramente hacia ellos, pero no 
levantó la cabeza. 

—Le he limpiado la herida —dijo el anciano con 
voz queda, sin contestar a la pregunta del niño—. No 
hay nada que temer. 

—Ve a tu habitación, Bruno —dijo Madre, que 
parecía muy turbada. 

—Es que... 

—No discutas. ¡Ve a tu habitación! 

Bruno bajó de la silla y al cargar el peso sobre la 
que había decidido llamar su «pierna mala», le dolió 
un poco. A continuación salió de la cocina, pero 
mientras iba hacia la escalera oyó a Madre dar las 
gracias a Pavel, y se alegró porque parecía evidente 
que, de no ser por él, habría muerto desangrado. 

Antes de subir al piso de arriba oyó otra cosa, y 
aquello fue lo último que Madre le dijo al camarero 
que afirmaba ser médico. 

—Si el comandante pregunta algo, diremos que 
yo curé la herida de Bruno. 

Al niño le pareció terriblemente egoísta que Madre 
se atribuyera el mérito de algo que no había hecho. 




Por qué la abuela se marchó furiosa 


Las dos personas de Berlín a quienes más añoraba Bruno 
eran los abuelos. Vivían en un pisito cerca de los 
puestos de fruta y verdura, y en la época en que el niño 
se mudó a Auchviz, el Abuelo tenía casi setenta y tres 
años, lo cual, según él, lo convertía en el hombre más 
anciano del mundo. Una tarde había calculado que si 
vivía ocho veces los años que había vivido hasta entonces, 
seguiría teniendo un año menos que el Abuelo. 

El Abuelo regentaba un restaurante en el centro 
de la ciudad, y uno de sus empleados era el padre de 
Martin, el amigo de Bruno, que trabajaba de cocinero. 
Aunque el Abuelo ya no cocinaba ni servía mesas, 
se pasaba el día en el restaurante; por la tarde se sentaba 
a la barra y charlaba con los clientes, y por la noche 
cenaba allí y se quedaba hasta la hora de cerrar, riendo 
con sus amigos. 

La Abuela parecía mucho más joven que las abuelas 
de los otros niños. De hecho, cuando Bruno se en


tero de la edad que tenía —sesenta y dos años— se 
llevó una sorpresa. Ella había conocido al Abuelo 
cuando era joven, después de uno de sus conciertos, y 
éste la había convencido para que se casara con él, 
pese a todos sus defectos. La Abuela tenía el cabello 
largo y pelirrojo, asombrosamente parecido al de su 
nuera, y los ojos verdes, y aseguraba que aquello se 
debía a que en su familia había sangre irlandesa. Bruno 
siempre sabía cuándo una reunión familiar estaba 
a punto de animarse: la Abuela se situaba cerca del 
piano hasta que alguien se sentaba en la banqueta y le 
pedía que cantara. 

—Pero ¡qué dices! —exclamaba ella, poniéndose 
una mano sobre el pecho como si la idea le cortara la 
respiración—. ¿Me estás pidiendo que cante una 
canción? Imposible, imposible. Me temo, joven, que 
mis días de cantante han pasado a la historia. 

—¡Que cante, que cante! —la animaban los invitados, 
y tras una pausa apropiada, que a veces duraba 
hasta diez o doce segundos, la Abuela cedía y se volvía 
hacia el joven que se había sentado al piano mientras 
decía con desparpajo: 

—La Vie en Rose, en mi bemol menor. Y no pierdas 
el compás en los cambios. 

En casa de Bruno, el momento culminante de las 
fiestas era cuando la Abuela cantaba, que por algún 
extraño motivo siempre coincidía con el momento 
en que Madre abandonaba el salón donde estaban 
los invitados y se iba a la cocina con alguna de sus 
amigas. Padre siempre se quedaba a escuchar, y Bru


no también porque nada le gustaba más que oír a la 
Abuela cantar a pleno pulmón y, al final, empaparse 
de los aplausos de los invitados. Además, La Vie en 
Rose era una canción que le producía escalofríos y le 
erizaba el vello de la nuca. 

A la Abuela le gustaba pensar que Bruno o Gretel 
seguirían sus pasos y serían artistas, y en todas las 
Navidades y fiestas de cumpleaños montaba una pequeña 
obra de teatro que los tres interpretaban para 
Madre, Padre y el Abuelo. Ella misma escribía aquellas 
obras, y en opinión de Bruno, siempre se quedaba 
para ella los mejores papeles, aunque a él no le 
importaba. Siempre había alguna canción —«¿Me 
estás pidiendo que cante una canción?», preguntaba 
ella antes— y una oportunidad para que Bruno hiciera 
algún truco de magia y Gretel bailara. El niño 
se encargaba de poner el broche final a la obra recitando 
un largo poema de algún Gran Poeta; le costaba 
mucho entender aquellas composiciones, pero, curiosamente, 
cuanto más las leía más bonitas sonaban 
las palabras. 

Sin embargo, eso no era lo mejor de aquellas pequeñas 
funciones. Lo mejor era que la Abuela hacía 
disfraces para Bruno y Gretel. Fuera cual fuese el 
papel, y aunque el de Bruno resultara muy pequeño 
comparado con el de su hermana o su abuela, él 
siempre se disfrazaba de príncipe o de jeque árabe, y 
en una ocasión hasta de gladiador romano. Había 
coronas, y cuando no había coronas había lanzas. 
Y cuando no había lanzas había látigos o turbantes. 

Nadie sabía con qué los sorprendería la Abuela la siguiente 
ocasión, pero, una semana antes de Navidad, 
hacía ir a Bruno y Gretel a su casa todos los días para 
ensayar. 

Claro que la última obra de teatro que habían interpretado 
terminó como el rosario de la aurora y 
Bruno todavía la recordaba con tristeza, aunque no 
estaba muy seguro de qué había desencadenado la 
discusión. 

Aproximadamente una semana antes, se había 
notado mucho nerviosismo en la casa, algo que tenía 
que ver con que, de pronto, Maria, el cocinero y Lars 
—el mayordomo— debían dirigirse a Padre llamándolo 
«comandante», igual que todos los soldados que 
entraban, salían y utilizaban la casa —o al menos eso 
le parecía a Bruno— como si vivieran allí. Durante 
semanas todos habían estado muy nerviosos. Primero, 
el Furias y la hermosa rubia habían ido a cenar, 
algo que había paralizado la casa por completo, y 
luego aquello de llamar a Padre «comandante». Madre 
había dicho a Bruno que felicitara a Padre y él lo 
había hecho, aunque sinceramente (y él siempre procuraba 
ser sincero consigo mismo) no entendía muy 
bien el motivo de esa felicitación. 

El día de Navidad, Padre se puso el uniforme 
nuevo, el almidonado y planchado que ahora llevaba 
todos los días, y la familia al completo lo aplaudió 
cuando hizo su primera aparición vestido de esa guisa. 
Era verdaderamente especial, hacía que destacara 
entre los otros soldados que entraban y salían de la 

casa, y daba la impresión de que ellos lo respetaban 
más desde que llevaba su uniforme nuevo. Madre se 
acercó a él, lo besó en la mejilla y le pasó una mano 
por la parte delantera de la chaqueta, admirando la 
calidad de la tela. Los galones del uniforme fue lo 
que más impresionó a Bruno, y tras comprobar que 
tenía las manos limpias le dejaron ponerse la gorra 
un rato. 

El Abuelo se mostró muy orgulloso de su hijo 
cuando lo vio con su nuevo uniforme; la Abuela fue 
la única que no parecía impresionada. Después de 
cenar y después de que Gretel y Bruno hubieran representado 
su nueva obra, ella se sentó con aire taciturno 
en una butaca y miró a Padre, sacudiendo la 
cabeza como si su hijo le hubiera dado un tremendo 
disgusto. 

—Quizá me equivoqué en eso, ¿no crees, Ralf? 
—le dijo—. Quizá las obras que te hacía interpretar 
cuando eras niño te condujeron a esto. A disfrazarte 
como una marioneta. 

—Por favor, Madre —repuso Padre, comprensivo—. 
Sabes muy bien que no es el momento. 

—Qué orgulloso estás de tu uniforme —continuó 
ella—, como si te convirtiera en algo especial. 
En realidad ni siquiera te importa lo que significa. 
Lo que representa. 

—Nathalie, antes ya hemos hablado de esto —intervino 
el Abuelo, aunque todos sabían que cuando la 
Abuela tenía algo que decir, lo decía, por muy inoportuno 
que resultara. 

—Antes has hablado tú, Matthias —precisó la 
Abuela—. Yo no era más que la pared vacía a la que 
dirigías tus palabras. Como siempre. 

—Estamos en una celebración familiar, Madre 
—dijo Padre exhalando un suspiro—. Es Navidad. 
Tengamos la fiesta en paz. 

—Me acuerdo de cuando empezó la Gran Guerra 
—comentó el Abuelo con orgullo, contemplando 
el fuego y moviendo la cabeza—. Recuerdo el 
día que llegaste a casa y nos anunciaste que te habías 
alistado. Yo estaba seguro de. que te pasaría 
algo. 

—No le pasó nada, Matthias —insistió la Abuela—. 
Y si no, échale un vistazo. 

—Y mírate ahora —continuó el Abuelo, haciendo 
caso omiso de su esposa—. Me enorgullece verte 
ascendido a un cargo de tanta responsabilidad. Ver 
cómo ayudas a tu país a recuperar su orgullo después 
de las grandes injusticias que se han cometido contra 
él. Los innumerables castigos... 

—¿Pero tú te estás oyendo? —exclamó la Abuela—. 
¿Cuál de vosotros dos es el más necio? 

—Nathalie —terció Madre para serenar los ánimos—, 
¿no crees que Ralf está muy guapo con su 
nuevo uniforme? 

—¿Guapo? —repitió la Abuela, inclinándose hacia 
delante y mirando a su nuera como si ésta hubiera 
perdido el juicio—. ¿Has dicho guapo? ¡Qué ingenua 
eres! ¿Crees que eso es lo que importa? ¿Estar 
guapo? 

—¿Y yo? ¿Estoy guapo con mi disfraz de presentador? 
—preguntó Bruno, porque eso era lo que llevaba 
aquella noche en la fiesta, el traje rojo y negro 
de un presentador de circo, y estaba encantado con 
él. Sin embargo, lamentó inmediatamente haber hablado, 
porque todos los adultos los miraron, a él y a 
Gretel, como si hubieran olvidado por completo que 
se encontraban allí. 

—Niños, arriba —dijo rápidamente Madre—. Subid 
a vuestras habitaciones. 
—¿Por qué? —protestó Gretel—. ¿No podemos 
jugar aquí abajo? 
—No, niños —insistió ella—. Subid a vuestras habitaciones 
y cerrad la puerta. 

—En fin, eso es lo único que os interesa a los soldados 
—continuó la Abuela, sin prestar atención a 
los niños—. Estar guapos con vuestros elegantes uniformes. 
Disfrazaros y hacer esas espantosas cosas que 
hacéis. Me dais vergüenza. Pero no te culpo a ti, Ralf, 
sino a mí misma. 

—¡Niños, subid ahora mismo! —los apremió 
Madre dando palmadas, y ellos no tuvieron más remedio 
que obedecer. 

Pero en lugar de ir derechos a sus habitaciones, se 
sentaron en el rellano de la escalera y trataron de oír 
lo que decían los adultos abajo. Sin embargo, las voces 
de Madre y Padre llegaban muy amortiguadas, la 
del Abuelo no se oía, y la Abuela arrastraba mucho 
las palabras y apenas se la entendía. Al final, pasados 
unos minutos, la puerta del salón se abrió de golpe y 

Gretel y Bruno subieron rápidamente unos escalones 
mientras la Abuela cogía su abrigo del perchero 
del recibidor. 

—¡Vergüenza! —gritó antes de marcharse—. 
¡Que mi propio hijo sea...! 

—¡Un patriota! —gritó Padre, que quizá no había 
aprendido la norma de que uno no debe interrumpir 
a su madre cuando habla. 

—¡Eso, un patriota! —replicó ella—. Mira qué 
gente viene a cenar a esta casa. Me dan ganas de vomitar. 
¡Y cuando te veo con ese uniforme me dan ganas 
de arrancarme los ojos! —añadió antes de marcharse 
furiosa y cerrar con un portazo. 

Bruno no había visto mucho a la Abuela desde 
aquel día, y ni siquiera había tenido ocasión de despedirse 
de ella antes de viajar a Auchviz, pero la echaba 
tanto de menos que decidió escribirle una carta. 

Un buen día tomó papel y pluma, se sentó y le 
contó lo desgraciado que se sentía allí y cuánto deseaba 
volver a su hogar de Berlín. Le habló de la casa 
y el jardín y el banco con la placa y la alta alambrada 
con los postes de madera y los rollos de alambre de 
espino y el árido terreno que había detrás y las cabanas 
y los pequeños edificios y las columnas de humo 
y los soldados, pero sobre todo le habló de la gente 
que vivía allí y de sus pijamas de rayas y sus gorras de 
rayas, y por último le dijo cuánto la echaba de menos 
y firmó así: «Tu nieto que te quiere, Bruno.» 



Bruno recuerda que le gustaba 
jugar a los exploradores 

Durante un tiempo nada cambió en Auchviz. 

Bruno tenía que aguantar a Gretel, que se ponía 
muy antipática con él cuando estaba de mal humor, 
es decir casi siempre, porque su hermana era tonta de 
remate. 

Y seguía anhelando volver a su casa de Berlín, 
aunque los recuerdos de la vida allí empezaban a difuminarse. 
Llevaba varias semanas sin proponerse 
siquiera enviar otra carta al Abuelo o la Abuela, y, 
por lo tanto, sin sentarse a escribirla. 

Los soldados continuaban entrando y saliendo 
todos los días de la semana, celebrando reuniones en 
el despacho de Padre, donde seguía estando Prohibido 
Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones. 
El teniente Kotler seguía paseándose ufano con 
sus botas negras como si no hubiera en el mundo nadie 
más importante que él, y cuando no se encontraba 
con Padre estaba en el camino de la casa hablando 

con Gretel mientras ella reía nerviosamente y se enroscaba 
el cabello con los dedos, o susurrando en alguna 
habitación con Madre. 

Las criadas seguían lavando, barriendo, cocinando, 
limpiando, sirviendo, recogiendo, y nunca hablaban 
con nadie a menos que alguien se dirigiera a ellas. 
Maria seguía dedicando la mayor parte del tiempo a 
ordenar la ropa de Bruno y asegurarse de que estuviera 
bien doblada en su armario. Y Pavel seguía acudiendo 
a la casa todas las tardes para pelar patatas y 
zanahorias y ponerse luego su chaqueta blanca y servir 
la cena. (De vez en cuando Bruno lo veía lanzar 
una mirada a su rodilla, donde se apreciaba una diminuta 
cicatriz, secuela de su accidente con el columpio; 
pero, aparte de eso, nunca se dirigían la palabra.) 

Y entonces cambiaron las cosas. Padre decidió 
que era hora de que los niños reanudaran sus estudios, 
y aunque a Bruno le parecía ridículo que montaran 
una escuela sólo para dos alumnos, Madre y Padre 
coincidieron en que necesitaban un profesor particular 
que acudiera a la casa todos los días para llenarlos 
de clases las mañanas y las tardes. Unos días después, 
un individuo llamado herr Liszt llegó traqueteando 
por el camino en su carraca y dieron comienzo las 
lecciones. Herr Liszt era un misterio para Bruno. 
Pese a que en general se mostraba simpático y nunca 
le levantaba la mano como hacía su antiguo profesor 
de Berlín, algo en su mirada sugería que albergaba 
mucha rabia acumulada que podía liberarse en cualquier 
momento. 

A herr Liszt le gustaban mucho la geografía y la 
historia, mientras que Bruno prefería la lectura y el 
dibujo. 

—Eso no te servirá para nada —insistía el profesor—. 
Hoy en día es mucho más importante un profundo 
conocimiento de las ciencias sociales. 

—En Berlín, la Abuela siempre nos dejaba interpretar 
obras de teatro —señaló Bruno en cierta 
ocasión. 

—Pero tu abuela no era tu maestro, ¿verdad que 
no? —replicó herr Liszt—. Era tu abuela. Y yo soy tu 
maestro, así que estudiarás las cosas que yo considere 
importantes y no sólo las que te gustan. 

—Pero ¿no son importantes los libros? 

—Sí, los libros que tratan de cosas importantes 
—explicó herr Liszt—. Pero no los libros de cuentos. 
Los libros sobre cosas que nunca han pasado, no. 
A ver, ¿qué sabes tú de tu historia, joven? —Dicho 
sea en su honor, herr Liszt llamaba a Bruno «joven», 
como Pavel, a diferencia del teniente Kotler. 

—Bueno, sé que nací el quince de abril del treinta 
y cuatro... 

—No me refiero a tu historia personal. Me refiero 
a la historia de quién eres y de dónde vienes. A tu 
patrimonio familiar. A tu Patria, la tierra de tus padres. 


Bruno frunció el entrecejo y reflexionó. No estaba 
muy seguro de tener una Patria, porque, aunque la 
casa de Berlín era grande y cómoda, no había mucho 
jardín alrededor. Y era lo bastante mayor para saber 

que sus padres no eran los propietarios de Auchviz, 
pese a que allí sí había mucha tierra. 

—No mucho —admitió—. Pero sí sé algo de la 
Edad Media. Me gustan las historias de caballeros, 
aventuras y exploraciones. 

Herr Liszt resopló entre dientes y meneó la cabeza 
sin disimular su enojo. 

—Entonces, eso es lo que me corresponde cambiar 
—dijo con un tono siniestro—. Tendré que quitarte 
de la cabeza tus libros de cuentos y enseñarte 
más cosas sobre tus orígenes. Sobre las grandes injusticias 
que has padecido. 

Bruno asintió satisfecho, pues dedujo que por fin 
le darían una explicación de por qué se habían visto 
obligados a marchar todos de su cómoda casa y mudarse 
a aquel lugar tan espantoso, ya que ésa debía de 
ser la mayor injusticia padecida en su corta vida. 

Unos días más tarde, Bruno, a solas en su habitación, 
empezó a pensar en todo aquello que le gustaba 
hacer en su antigua casa y que no podía repetir en 
Auchviz. La mayoría de las cosas no había podido 
hacerlas porque ya no tenía amigos con quienes divertirse 
y Gretel nunca jugaba con él. Pero había una 
cosa que sí podía realizar solo y que siempre hacía en 
Berlín: jugar a los exploradores. 

«Cuando era pequeño —se dijo— me gustaba 
explorar. Y entonces vivía en Berlín, donde lo conocía 
todo y podía encontrar cualquier cosa que quisiera 
con los ojos vendados. Aquí está todo por explorar. 
Quizá haya llegado el momento de empezar.» 

100 


Y a continuación, antes de poder cambiar de opinión, 
saltó de la cama, revolvió en su armario en busca 
de un abrigo y un par de botas viejas —el atuendo 
propio de los exploradores—, y se preparó para salir 
de la casa. 

No tenía sentido explorar dentro. Al fin y al cabo, 
aquella casa no era como la de Berlín, que tenía cientos 
de rincones, recovecos y extraños cuartitos, por no 
mencionar los cinco pisos —contando el sótano y la 
buhardilla en lo alto del edificio, con aquella ventana 
por la que sólo podía mirar si se ponía de puntillas—. 
No, aquella casa era malísima para explorar. Si quería 
jugar a los exploradores, tendría que salir fuera. 

Bruno llevaba meses mirando por la ventana de 
su dormitorio y contemplando el jardín, el banco con 
la placa, la alta alambrada, los postes de madera y las 
demás cosas que le había descrito a la Abuela en su 
última carta. Y pese a que observaba a menudo a 
aquellas personas, a los diferentes tipos de personas 
con sus pijamas de rayas, nunca se le había ocurrido 
preguntarse qué significaba todo aquello. 

Era una especie de ciudad aparte, cuyos habitantes 
vivían y trabajaban juntos, separada de la casa 
donde habitaba él por una alambrada. ¿De verdad 
eran tan diferentes? Todas las personas de aquel 
campo llevaban la misma ropa, aquellos pijamas y 
gorras de rayas; y todas las personas que se paseaban 
por su casa (excepto Madre, Gretel y él) llevaban 
uniformes de diversa calidad y con diversos adornos, 
gorras, cascos, llamativos brazaletes rojos y negros, e 

101 


iban armadas y siempre parecían tremendamente serias, 
como si todo fuera muy importante y nadie debiera 
pensar lo contrario. 

¿Dónde estaba exactamente la diferencia?, se preguntó 
Bruno. ¿Y quién decidía quiénes llevaban el pijama 
de rayas y quiénes llevaban el uniforme? 

Aveces los dos grupos se mezclaban, como era 
lógico. Bruno había visto muchas veces a personas 
uniformadas al otro lado de la alambrada, y observándolas 
se dio cuenta de que eran quienes mandaban. 
Los del pijama se ponían en posición de firmes 
cuando se les acercaban los soldados, y a veces se 
caían al suelo y ni siquiera se levantaban y tenían que 
llevárselos. 

«Es curioso que nunca me haya preguntado qué 
hace esa gente ahí —pensó el niño—. Y es curioso 
que con todas las veces que los soldados van allí —había 
visto incluso a Padre pasar al otro lado en muchas 
ocasiones—, nunca hayan invitado a nadie del otro 
lado a venir a esta casa.» 

A veces, aunque no muy a menudo, algunos soldados 
se quedaban a cenar; cuando lo hacían, se les 
servían muchas bebidas espumosas y tan pronto Gretel 
y Bruno habían terminado el postre los mandaban 
a dormir. Entonces se oía mucho ruido abajo y también 
cantaban, aunque muy mal, por cierto. Resultaba 
evidente que a Padre y Madre les gustaba la compañía 
de aquellos soldados; Bruno se daba cuenta. Pero nunca 
habían invitado a cenar a ninguno con pijama de 
rayas. 

102 


Salió de la casa, fue a la parte de atrás y miró hacia 
la ventana de su dormitorio, que desde allí abajo 
ya no parecía tan alta. «Seguramente podría saltar 
desde la ventana y no me haría mucho daño», caviló, 
aunque no se le ocurría ningún motivo para hacer semejante 
idiotez. Quizá saltara si la casa se incendiase 
y él hubiera quedado atrapado dentro, pero aun así le 
parecía arriesgado. 

Miró hacia la derecha, hasta donde alcanzaba la 
vista, y vio que la alta alambrada se prolongaba hacia 
el infinito bajo el sol, y se alegró de que así fuera, porque 
aquello significaba que él no sabía qué había más 
allá y podía ponerse a andar para averiguarlo, pues al 
fin y al cabo en eso consistía explorar. (Herr Liszt 
sólo le había hablado de una cosa interesante en las 
clases de Historia: de hombres como Cristóbal Colón 
y Américo Vespucio; hombres con vidas tan llenas 
de aventuras y tan interesantes que no hacían 
sino confirmarle que él quería ser como ellos cuando 
fuera mayor.) 

Sin embargo, antes de echar a andar en aquella dirección, 
había una última cosa que investigar: el banco. 
Bruno llevaba meses contemplándolo, escudriñando 
la placa desde lejos y llamándolo «el banco de la placa», 
pero sin saber qué ponía en la placa. Miró a izquierda 
y derecha para comprobar que no venía nadie y luego 
se acercó corriendo al banco. Sólo era una pequeña 
placa de bronce y Bruno la leyó en silencio. 

«Obsequiado con motivo de la inauguración... 
—vaciló un instante— del Campo de Auchviz —con


tinuó, titubeando un poco como solía ocurrirle—. Junio 
de 1940.» 

Estiró un brazo y la tocó; el bronce estaba muy 
frío, así que apartó rápidamente los dedos. Respiró 
hondo e inició su excursión. En lo único que Bruno 
intentaba no pensar era que tanto Madre como Padre 
le habían advertido en innumerables ocasiones 
que estaba prohibido pasear en aquella dirección, que 
estaba prohibido acercarse a la alambrada del campo, 
y sobre todo que en Auchviz estaba prohibido 
explorar. 

Sin Excepciones. 

104 


10 


El punto que se convirtió en una manchita 
que se convirtió en un borrón que se convirtió 
en una figura que se convirtió en un niño 

El paseo a lo largo de la alambrada duró mucho más 
de lo que Bruno había imaginado; ésta parecía prolongarse 
varios kilómetros. Siguió caminando, y cada 
vez que miraba hacia atrás la casa en que vivía se veía 
más pequeña, hasta que dejó de verse por completo. 
En todo aquel rato nunca vio a nadie cerca de la 
alambrada; tampoco encontró ninguna puerta por 
donde entrar, y empezó a pensar que su exploración 
iba a ser un fracaso. De hecho, aunque la valla continuaba 
hasta donde alcanzaba la vista, las cabanas, los 
edificios y las columnas de humo estaban desapareciendo 
en la distancia, a su espalda, y el alambre lo 
separaba de una extensión de terreno vacío. 

Cuando llevaba casi una hora andando y empezó 
a tener hambre, pensó que quizá ya había explorado 
suficiente por aquel día y que debería volver. Sin embargo, 
en ese preciso instante apareció a lo lejos un 
puntito, y Bruno entrecerró los ojos para distinguir 

qué era. Recordó un libro que había leído, en el que 
un hombre se perdía en el desierto y, como llevaba 
varios días sin comer ni beber nada, imaginaba que 
veía fabulosos restaurantes y enormes fuentes, pero 
cuando intentaba comer o beber en ellos éstos desaparecían 
y sólo encontraba puñados de arena. Se 
preguntó si sería aquello lo que le estaba pasando a 
él. 

Pero mientras lo pensaba, sus piernas, que no paraban 
de moverse, lo iban acercando más y más a 
aquel punto, que entretanto se había convertido en 
una manchita y empezaba a dar muestras de convertirse 
en un borrón. Y poco después el borrón se convirtió 
en una figura. Y entonces, a medida que Bruno 
se acercaba más, vio que aquella cosa no era ni un 
punto ni una manchita ni un borrón ni una figura, 
sino una persona. 

Y que aquella persona era un niño. 

Bruno había leído suficientes libros de aventuras 
para saber que uno nunca podía estar seguro de qué 
iba a encontrar. La mayoría de las veces los exploradores 
tropezaban con algo interesante que sencillamente 
estaba allí, sin molestar a nadie, esperando a 
que lo descubrieran (por ejemplo, América). Otras 
veces descubrían algo que seguramente era mejor 
dejar en paz (como un ratón muerto en el fondo de 
un armario). 

El niño pertenecía a la primera categoría. Estaba 
allí sentado, sin molestar a nadie, esperando a que lo 
descubrieran. 

106 


Bruno aminoró el paso cuando vio al niño que 
antes era una figura que antes era un borrón que antes 
era una manchita que antes era un punto. Aunque 
los separaba una alambrada, él sabía que debía tener 
mucho cuidado con los desconocidos y que siempre 
era mejor abordarlos con cautela. Así que siguió andando; 
poco después se encontraban uno frente al 
otro. 

—Hola —dijo Bruno. 

—Hola —contestó el niño. 

Era más bajo que Bruno y estaba sentado en el 
suelo con expresión de tristeza y desamparo. Llevaba 
el mismo pijama de rayas que vestían todos al otro 
lado de la alambrada, así como la gorra de tela. No 
calzaba zapatos ni calcetines y tenía los pies muy sucios. 
En el brazo llevaba un brazalete con una estrella. 



Cuando Bruno empezó a acercarse al niño, éste 
estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza 
gacha. Sin embargo, al cabo de un momento levantó 
la cabeza y pudo verle la cara. Tenía un rostro muy 
extraño. Su piel era casi gris, de una palidez que no se 
parecía a ninguna que Bruno hubiera visto hasta entonces. 
Tenía ojos muy grandes, de color caramelo y 
un blanco muy blanco. Cuando el niño lo miró, lo 
único que vio Bruno fueron unos ojos enormes y 
tristes que le devolvían la mirada. 

107 


Bruno estaba seguro de que jamás había visto a 
un niño más flaco ni más triste en su vida, pero decidió 
que lo mejor era hablar con él. 

—Estoy explorando —dijo. 

—¿Ah, sí? —replicó el niño. 

—Sí. Desde hace casi dos horas. 

Aquello no era estrictamente cierto. Bruno sólo 
llevaba una hora explorando, pero no le pareció muy 
grave exagerar un poco. No era lo mismo que mentir, y 
le hizo sentir más aventurero de lo que en realidad era. 

—¿Has encontrado algo? —preguntó el niño. 

—No gran cosa. 

—¿Nada de nada? 

—Bueno, te he encontrado a ti —dijo Bruno tras 
una pausa. 

Miró fijamente al niño y estuvo a punto de preguntarle 
por qué estaba tan triste, pero temió parecer 
descortés. Sabía que a veces las personas que están 
tristes no quieren que les pregunten qué les pasa; a 
veces lo cuentan ellos mismos y a veces no paran de 
hablar de ello durante meses, pero en esa ocasión 
Bruno creyó oportuno esperar. Durante su exploración 
había descubierto una cosa, y ahora que por fin 
estaba hablando con alguien del otro lado de la 
alambrada se dijo que no podía estropear la oportunidad 
de informarse. 

Así pues, se sentó en el suelo, en su lado de la 
alambrada, cruzando las piernas igual que el otro 
niño, y lamentó no haber llevado un poco de chocolate 
o quizá una pasta que podrían haber compartido. 

108 


—Vivo en la casa que hay a este lado de la alambrada 
—dijo. 
—¿Ah, sí? Una vez vi la casa desde lejos, pero a ti 
no. 

—Mi habitación está en el primer piso. Desde 
allí veo por encima de la alambrada. Por cierto, me 
llamo Bruno. 

—Yo me llamo Shmuel —dijo el niño. 

Bruno arrugó la nariz; no estaba seguro de haber 
oído bien. 
—¿Cómo dices que te llamas? 
—Shmuel —repitió el niño como si fuera lo más 

normal del mundo—. ¿Y tú cómo dices que te llamas? 


—Bruno. 

—Nunca había oído ese nombre —declaró Shmuel. 


—Ni yo el tuyo —reconoció Bruno—. Shmuel. 
—Reflexionó un poco—. Shmuel —repitió—. Me 
gusta cómo suena. Shmuel. Suena como el viento. 

—Bruno —dijo Shmuel asintiendo con la cabeza—. 
Sí, me parece que a mí también me gusta tu 
nombre. Suena como si alguien se frotara los brazos 
para entrar en calor. 

—No conozco a nadie que se llame Shmuel. 

—Pues en este lado de la alambrada hay montones 
de Shmuels. Cientos, seguramente. A mí me 
gustaría tener mi propio nombre. 

—Pues yo no conozco a nadie que se llame Bruno. 
Aparte de mí, claro. Creo que soy el único. 

—Entonces tienes suerte —dijo Shmuel. 
—Sí, supongo que sí. ¿Cuántos años tienes? 
Shmuel pensó un momento, se miró los dedos y 


los agitó como si hiciera cálculos. 
—Nueve —dijo—. Nací el quince de abril de mil 

novecientos treinta y cuatro. 
Bruno lo miró con asombro. 
—¿Qué has dicho? —preguntó. 
—He dicho que nací el quince de abril de mil 

novecientos treinta y cuatro. 
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios forma


ron una O. 
—No puede ser —dijo. 
—¿Por qué? 
—No —dijo Bruno sacudiendo la cabeza—. No 

quiero decir que no te crea. Pero es asombroso. Porque 
yo también nací el quince de abril de mil novecientos 
treinta y cuatro. Nacimos el mismo día. 

Shmuel reflexionó un momento. 
—Entonces también tienes nueve años —ra


zonó. 
—Sí. ¿Verdad que es raro? —dijo Bruno. 
—Muy raro. Porque en este lado de la alambrada 

hay montones de Shmuels, pero creo que ninguno 

que haya nacido el mismo día que yo. 
—Somos como hermanos gemelos —dijo Bruno. 
—Sí, un poco. 
De pronto Bruno se puso muy contento. Le vi


nieron a la mente Karl, Daniel y Martin, sus tres 
mejores amigos para toda la vida, recordó cómo se 

110 


divertían juntos en Berlín y se dio cuenta de lo solo 
que se había sentido en Auchviz. 
—¿Tienes muchos amigos? —preguntó, ladeando 
un poco la cabeza hacia el niño. 
—Sí, claro —respondió Shmuel—. Bueno, más 

o menos. 
Bruno frunció el entrecejo. Le habría gustado 
que Shmuel hubiera contestado que no, porque así 
habrían tenido otra cosa en común. 

—¿Amigos íntimos? —preguntó. 

—Bueno, muy íntimos no. Pero en este lado de la 
alambrada hay muchos niños de nuestra edad. Aunque 
nos peleamos mucho. Por eso he venido aquí. 
Para estar solo. 

—No hay derecho —dijo Bruno—. No entiendo 
por qué yo tengo que estar aquí, en este lado de la 
alambrada, donde no hay nadie con quien hablar o 
jugar, mientras que tú tienes montones de amigos y 
seguramente pasas horas jugando con ellos todos los 
días. Tendré que hablar con Padre de eso. 

—¿De dónde eres? —preguntó Shmuel entrecerrando 
los ojos y observándolo con curiosidad. 

—De Berlín. 

—¿Dónde está eso? 

Bruno abrió la boca para contestar, pero no estaba 
muy seguro. 
—Está en Alemania, por supuesto —dijo—. ¿Tú 

no eres alemán? 
—No, yo soy polaco. 
Bruno arrugó la nariz. 

—Entonces ¿cómo es que hablas alemán? —preguntó. 


—Porque tú te has dirigido a mí en alemán. Por 
eso te he contestado en alemán. Pero la lengua de 
Polonia es el polaco. ¿Sabes hablar polaco? 

—No —contestó Bruno, soltando una risita nerviosa—. 
No conozco a nadie que sepa hablar dos 
idiomas. Y menos alguien de nuestra edad. 

—Mi madre es maestra en mi escuela y me enseñó 
alemán —explicó Shmuel—. Ella también habla 
francés. E italiano. E inglés. Es muy inteligente. Yo 
todavía no sé hablar francés ni italiano, pero ella dice 
que algún día me enseñará inglés porque quizá me 
convenga saberlo. 

—Polonia —dijo Bruno, pensativo, sopesando 
aquella palabra con la lengua—. No es tan bonito 
como Alemania, ¿verdad? 

Shmuel arrugó la frente. 

—¿Por qué no? —preguntó. 

—Bueno, porque Alemania es el mejor país del 
mundo —respondió Bruno, recordando lo que había 
oído decir a Padre y al Abuelo en muchas ocasiones—. 
Nosotros somos superiores. 

Shmuel lo miró fijamente sin decir nada, y Bruno 
sintió el impulso de cambiar de tema, pues incluso 
al pronunciar aquellas palabras le pareció que no 
sonaban del todo bien, y no quería que Shmuel pensara 
que estaba siendo descortés. 

—¿Y dónde está Polonia? —preguntó tras un 
momento de silencio. 

112 


—Pues en Europa —dijo Shmuel. 

Bruno intentó recordar los países que herr Liszt 
había mencionado en la última clase de Geografía. 
—¿Has oído hablar de Dinamarca? —preguntó. 
—No —contestó Shmuel. 
—Me parece que Polonia está en Dinamarca 

—dijo Bruno, cada vez más desconcertado, aunque 
intentaba aparentar que sabía de qué estaba hablando—. 
Porque Dinamarca está muy lejos —añadió. 

Shmuel lo miró un momento y abrió la boca y la 
cerró dos veces, como meditando su réplica. 

—Pero si esto es Polonia —dijo al final. 

—¿Ah, sí? 

—Sí. Así que Dinamarca está muy lejos de Polonia 
y de Alemania. 
Bruno frunció el entrecejo. Había oído hablar de 
aquellos países, pero le costaba situarlos. 

—Bueno, sí —dijo—. Pero todo es relativo, ¿no? 
Me refiero a la distancia. —Deseaba cambiar de tema 
porque empezaba a pensar que estaba muy equivocado, 
y se propuso prestar más atención en las clases de 
Geografía. 

—Yo nunca he estado en Berlín —dijo Shmuel. 

—Y a mí me parece que nunca había estado en 
Polonia hasta que vine aquí —replicó Bruno, lo cual 
era verdad—. Bueno, suponiendo que esto sea Polonia 
—añadió. 

—Estoy seguro de que lo es —dijo Shmuel con 
voz queda—. Aunque no es una región muy bonita. 
—No. 

113 


—La región de donde provengo es mucho más 
bonita. 

—No puede ser tan bonita como Berlín —dijo 
Bruno—. En Berlín teníamos una gran casa con cinco 
pisos, contando el sótano y la buhardilla. Y había 
unas calles muy bonitas y tiendas y puestos de fruta y 
verdura y muchas cafeterías. Pero si alguna vez vas 
allí, no te recomiendo pasear por la ciudad un sábado 
por la tarde; las aceras están abarrotadas y te empujan 
sin miramientos. Era mucho más agradable antes 
de que cambiaran las cosas. 

—¿Qué quieres decir? —preguntó Shmuel. 

—Bueno, se estaba muy tranquilo —explicó 
Bruno, aunque no le gustaba hablar de cómo habían 
cambiado las cosas—. Y por la noche podía leer en la 
cama. Pero ahora a veces hay mucho ruido y da miedo, 
y cuando oscurece tenemos que apagar todas las 
luces. 

—El sitio de donde vengo es mucho más bonito 
que Berlín —afirmó Shmuel, que nunca había estado 
en Berlín—. Allí la gente es muy simpática, tengo 
muchos parientes y la comida también es mucho 
mejor. 

—Bueno, no tiene sentido discutir—dijo Bruno, 
que no quería pelearse con su nuevo amigo. 

—Vale —dijo Shmuel. 

—¿Te gusta jugar a los exploradores? —preguntó 
Bruno tras una pausa. 
—Nunca he jugado a los exploradores —admitió 
Shmuel. 

114 


—Cuando sea mayor seré explorador —declaró 
Bruno y asintió con la cabeza—. De momento sólo 
puedo leer libros sobre exploradores, pero así, cuando 
sea explorador, no cometeré los mismos errores 
que cometieron ellos. 

Shmuel arrugó la frente. 

—¿Qué clase de errores? —preguntó. 

—Huy, muchos. Cuando exploras, lo más importante 
es saber si lo que has encontrado vale la 
pena. Hay cosas que sencillamente están ahí, sin molestar 
a nadie, esperando a que las descubran. Por 
ejemplo, América. Y otras cosas seguramente es mejor 
dejarlas en paz. Por ejemplo, un ratón muerto en 
el fondo de un armario. 

—Creo que yo pertenezco a la primera categoría 
—comentó Shmuel. 
—Sí —dijo Bruno—. Creo que sí. ¿Puedo preguntarte 
una cosa? —añadió al cabo de un momento. 

—Sí. 

Bruno se lo pensó. Quería formular bien la pregunta. 
—¿Por qué hay tanta gente al otro lado de la 
alambrada? —preguntó al fin—. ¿Y qué hacéis allí? 

11 


El Furias 


Unos meses atrás, cuando Padre recibió el uniforme 
nuevo que significaba que todos debían llamarlo 
«comandante» y poco antes de que Bruno llegara a 
casa y encontrara a Maria haciendo las maletas, una 
noche Padre llegó a casa muy emocionado, lo cual 
era muy raro en él, y entró en el salón donde Madre, 
Bruno y Gretel estaban sentados leyendo sus libros. 

—El jueves por la noche —anunció—. Si teníamos 
algún plan para el jueves por la noche, ya puedes 
cancelarlo. 

—Tú puedes cambiar tus planes si quieres —dijo 
Madre—, pero yo he quedado para ir al teatro 
con... 

—El Furias quiere hablar de un asunto conmigo 
—dijo Padre, que era el único autorizado para interrumpir 
a Madre—. Acabo de recibir una llamada 
esta tarde. Sólo le va bien el jueves por la noche y 
vendrá a cenar. 

Madre abrió mucho los ojos y sus labios formaron 
una O. Bruno se quedó mirándola y se preguntó 
si aquélla era la cara que ponía él cuando algo lo sorprendía. 


—No lo dirás en serio —dijo Madre, palideciendo 
ligeramente—. ¿Va a venir aquí? ¿A nuestra casa? 


Padre asintió con la cabeza. 
—A las siete en punto —confirmó—. Así que 
será mejor que preparemos una cena especial. 

—¡Cielos! —exclamó Madre mirando de un 
lado a otro y empezando a pensar en todo lo que había 
que hacer. 

—¿Quién es el Furias? —preguntó Bruno. 
—Lo pronuncias mal —dijo Padre, y lo pronunció 
correctamente. 
—El Furias —volvió a decir Bruno, intentando 
pronunciar bien, aunque sin conseguirlo. 

—No —dijo Padre—. El... ¡Bueno, es igual! 

—Pero ¿quién es? —insistió Bruno. 

Padre lo miró atónito y dijo: 

—Sabes muy bien quién es el Furias. 

—No —dijo Bruno. 

—Dirige el país, idiota —terció Gretel con altanería, 
como suelen hacer las hermanas. (Eran cosas 
como aquélla las que la convertían en una tonta de 
remate)—. ¿Es que no lees el periódico? 

—No llames idiota a tu hermano, por favor —intervino 
Madre. 
—¿Puedo llamarlo estúpido? 

118 


—¡Gretel! 

La niña se sentó, disgustada, pero de todas formas 
le sacó la lengua a Bruno. 
—¿Va a venir solo? —preguntó Madre. 
—He olvidado preguntárselo —dijo Padre—. 

Pero supongo que vendrá con ella. 

—¡Cielos! —repitió Madre, levantándose y calculando 
mentalmente todo lo que tenía que organizar 
antes del jueves, para el que sólo faltaban dos días. 
Habría que limpiar la casa a fondo (incluidos los cristales), 
teñir y barnizar la mesa del comedor, encargar 
la comida, lavar y planchar los uniformes de la criada 
y el mayordomo, y dar brillo a la vajilla y la cristalería 
hasta que destellaran. 

De un modo u otro, pese a que la lista parecía 
crecer y crecer, Madre consiguió terminarlo todo a 
tiempo, aunque no paraba de decir que la velada habría 
tenido el éxito asegurado si ciertas personas hubieran 
ayudado un poco más a prepararlo todo. 

Una hora antes de la llegada del Furias, hicieron 
bajar a Gretel y Bruno, y los niños recibieron una insólita 
invitación para entrar en el despacho de Padre. 
Gretel llevaba un vestido blanco y calcetines largos, y 
le habían hecho tirabuzones. Bruno llevaba pantalones 
cortos marrón oscuro, camisa blanca y corbata 
marrón. Estrenaba zapatos para la ocasión, y estaba 
muy orgulloso de ellos, aunque le iban pequeños, le 
dolían los pies y le costaba andar. De cualquier modo, 
todos aquellos preparativos y toda aquella ropa elegante 
parecían un poco exagerados, porque ni Bruno 

ni Gretel estaban invitados a la cena; ellos habían cenado 
una hora antes. 

—A ver, niños —dijo Padre sentándose detrás de 
su escritorio y mirando alternativamente a sus hijos, 
de pie e inmóviles frente a él—. Ya sabéis que esta velada 
es muy especial, ¿verdad? 

Los niños asintieron. 

—Y que es muy importante para mi carrera que 
esta noche todo salga bien. 

Volvieron a asentir. 

—Por tanto, hay una serie de reglas básicas que 
estableceremos de antemano. 

Padre era muy partidario de las reglas básicas. 
Siempre que había una ocasión especial o importan-. 
te en la casa, establecía algunas nuevas. 

—Regla número uno —dijo—. Cuando llegue 
el Furias, os pondréis de pie en el recibidor, en silencio, 
y os prepararéis para saludarlo. No diréis nada 
hasta que él se dirija a vosotros, y entonces contestaréis 
con voz clara, articulando bien las palabras. 
¿Entendido? 

—Sí, Padre —masculló Bruno. 

—Así es precisamente como no quiero que habléis. 
Vocaliza bien y habla como un adulto. Espero 
que ninguno de los dos se comporte como un niño 
pequeño. Si el Furias no os hace caso, vosotros no digáis 
nada; mirad al frente y demostradle el respeto y 
la cortesía que merece un dirigente de su talla. 

—Por supuesto, Padre —dijo Gretel con voz 
muy clara. 

120 


—Y mientras Madre y yo estemos cenando con el 
Furias, vosotros dos debéis permanecer en vuestras 
habitaciones sin hacer ruido. No quiero a nadie correteando 
por la casa ni deslizándose por la barandilla. 
—Y le lanzó una elocuente mirada a Bruno—. 
No quiero interrupciones. ¿Me habéis entendido? No 
quiero que ninguno de los dos nos cause molestia alguna. 


Bruno y Gretel asintieron con la cabeza y Padre 
se levantó para indicar que la reunión había terminado. 


—Quedan establecidas las reglas básicas —sentenció. 


Tres cuartos de hora más tarde sonó el timbre y 
se produjo un gran revuelo. Bruno y Gretel ocuparon 
sus puestos junto a la escalera, y Madre se colocó 
detrás de ellos, retorciéndose las manos con nerviosismo. 
Padre les echó una rápida ojeada y asintió, 
satisfecho con lo que veía, y entonces abrió la puerta. 


Había dos personas en el umbral: un hombre bajito 
y una mujer más alta que él. 

Padre los saludó y los invitó a entrar. María, con 
la cabeza aún más agachada de lo habitual, recogió 
sus abrigos, y entonces se hicieron las presentaciones. 
Los invitados hablaron primero con Madre, lo 
cual dio a Bruno la oportunidad de observarlos y decidir 
por sí mismo si merecían todo aquel jaleo. 

El Furias era mucho más bajo que Padre, y Bruno 
dedujo que no debía de ser tan fuerte como él. Tenía 

el cabello negro, muy corto, y un bigote diminuto 
(tan diminuto que Bruno se preguntó para qué lo 
llevaba, o si sería que se había dejado un trozo al afeitarse). 
La dama que estaba a su lado, en cambio, era 
la mujer más hermosa que jamás había visto. Tenía el 
cabello rubio y los labios muy rojos, y mientras el Furias 
hablaba con Madre, se volvió para mirar a Bruno 
y sonrió. El niño se ruborizó. 

—Y éstos son mis hijos —dijo Padre, mientras 
Gretel y Bruno daban un paso adelante—. Gretel y 
Bruno. 

—¿Y quién es quién? —preguntó el Furias, y todos 
rieron excepto Bruno, pues en su opinión era 
perfectamente obvio quién era quién y no entendía 
qué gracia podía tener aquel comentario. El Furias 
les estrechó la mano y Gretel hizo la reverencia que 
tanto había ensayado. Bruno se alegró mucho cuando 
su hermana perdió el equilibrio y estuvo a punto 
de caerse. 

—Qué niños tan adorables —dijo la hermosa 
rubia—. ¿Y cuántos años tienen, si no es indiscreción? 


—Yo tengo doce, pero él sólo tiene nueve —dijo 
Gretel mirando con desdén a su hermano—. Y también 
sé hablar francés —agregó, lo cual no era cierto, 
aunque había aprendido unas pocas frases en la escuela. 


—¿Francés? ¿Y para qué quieres hablarlo? —preguntó 
el Furias, y aquella vez nadie rió; todos pasaron 
el peso del cuerpo de una pierna a otra, turbados, 

122 


mientras Gretel lo miraba fijamente, sin saber si tenía 
que contestar o no. 

El asunto se resolvió rápidamente, porque el Furias, 
que era el invitado más grosero que Bruno había 
visto jamás, se dio la vuelta y se dirigió derecho hacia 
el comedor y, sin más, se sentó a la cabecera de la 
mesa, ¡en la silla de Padre! Un poco aturullados, Padre 
y Madre lo siguieron y Madre dio instrucciones a 
Lars para que empezara a calentar la sopa. 

—Yo también sé hablar francés —dijo la hermosa 
rubia, inclinándose y sonriendo a los niños. Ella no 
parecía tener tanto miedo al Furias como Madre y 
Padre—. El francés es un idioma muy bonito y está 
muy bien que lo aprendas. 

—¡Eva! —llamó el Furias desde la otra habitación, 
chasqueando los dedos como si la mujer fuera 
un perrito faldero. Ella puso los ojos en blanco, se 
irguió despacio y se dio la vuelta. 

—Me gustan tus zapatos, Bruno, pero me parece 
que te aprietan un poco —añadió con una sonrisa—. 
Si es así, deberías decírselo a tu madre antes de que te 
lastimen los pies. 

—Sí, me aprietan un poco —admitió Bruno. 

—Normalmente no llevo tirabuzones —aclaró 
Gretel, celosa de su hermano por la atención que estaba 
recibiendo. 

—¿Por qué no? —preguntó la mujer—. Te quedan 
preciosos. 
—¡Eva! —llamó el Furias por segunda vez, y la 
hermosa mujer se alejó de ellos. 

—Ha sido un placer conoceros —dijo antes de 
entrar en el comedor y sentarse a la izquierda del 
Furias. 

Gretel fue hacia la escalera, pero Bruno se quedó 
plantado donde estaba, observando a la rubia hasta 
que ella volvió a fijarse en él y le hizo un gesto de adiós 
con la mano, en el preciso instante en que aparecía 
Padre y cerraba las puertas, indicándole con la cabeza 
que debía subir a su habitación, sentarse en silencio, 
no hacer ruido y, sobre todo, no deslizarse por la 
barandilla. 

El Furias y Eva estuvieron dos horas en la casa, 
y no llamaron a Gretel ni a Bruno para que bajaran a 
despedirse. El niño los vio marchar desde la ventana 
de su dormitorio; se dirigieron hacia un coche conducido 
por un chófer, algo que impresionó mucho a 
Bruno, que se fijó en que el Furias no abrió la puerta 
a su acompañante sino que se montó en el vehículo y 
se puso a leer el periódico, mientras ella volvía a despedirse 
de Madre y le daba las gracias por la agradable 
velada. 

«Qué hombre tan horrible», pensó Bruno. 

Más tarde, esa misma noche, el niño oyó fragmentos 
de una conversación entre Madre y Padre. 
Ciertas frases se colaron por el ojo de la cerradura o 
por la rendija de la puerta del despacho de Padre, 
subieron por la escalera, torcieron en el rellano y se 
filtraron por debajo de la puerta del dormitorio de 
Bruno. Aunque sus padres hablaban en voz inusualmente 
alta, él sólo entendió unas pocas palabras: 

124 


—... marcharnos de Berlín. Y para ir a un sitio 
como... —dijo Madre. 
—... no tenemos alternativa, al menos si queremos 
seguir... —dijo Padre. 
—... como si fuera lo más normal del mundo, 
pero no lo es, no lo es... —dijo Madre. 
—... lo que pasaría sería que me enviarían a algún 
sitio y me tratarían como... —dijo Padre. 
—... esperarás que crezcan en un sitio como... 
—dijo Madre. 
—... y punto. No quiero oír ni una palabra más 
sobre este asunto —dijo Padre. 

Aquello debió de poner fin a la conversación, 
porque entonces Madre salió del despacho de Padre 
y el niño se quedó dormido. 

Un par de días más tarde, Bruno llegó de la escuela 
a casa y encontró a Maria en su habitación, sacando 
todas sus cosas del armario y metiéndolas en 
cuatro grandes cajas de madera, incluso las pertenencias 
que él había escondido en el fondo del mueble, 
que eran suyas y de nadie más, y allí es donde empezó 
esta historia. 

12 


Shmuel busca una respuesta 
a la pregunta de Bruno 

—Lo único que sé es esto —empezó Shmuel—. Antes 
de que viniéramos aquí, yo vivía con mi madre, mi 
padre y mi hermano Josef en un pequeño piso encima 
del taller donde mi padre fabrica sus relojes. Todas 
las mañanas desayunábamos juntos a las siete en 
punto, y mientras nosotros estábamos en la escuela, 
mi padre arreglaba los relojes que le llevaba la gente y 
también fabricaba relojes nuevos. Yo tenía un reloj 
muy bonito que me había regalado mi padre, pero ya 
no lo tengo. Tenía la esfera dorada y todas las noches 
le daba cuerda antes de acostarme, y nunca se atrasaba 
ni se adelantaba. 

—¿Qué pasó con el reloj? —preguntó Bruno. 

—Me lo quitaron. 

—¿Quién? 

—Pues los soldados, ¿quién va a ser? —dijo 
Shmuel como si aquello fuera lo más obvio del mundo—. 
Y un día las cosas empezaron a cambiar 

127 


—continuó—. Llegué a casa y mi madre nos estaba 
haciendo brazaletes con una tela que le habían dado 
y dibujando una estrella en cada uno. Así. 

Hizo un dibujo con el dedo en el suelo: 


—Y cada vez que salíamos de casa, nos decía que 
teníamos que ponernos uno de esos brazaletes —añadió. 


—Mi padre también lleva un brazalete —comentó 
Bruno—. En el uniforme. Es muy bonito. Es 
rojo, con un dibujo en blanco y negro. 

Hizo otro dibujo con el dedo en el suelo, en su 
lado de la alambrada: 


—Sí, pero son diferentes, ¿no? —observó Shmuel. 
—A mí nunca me han dado ningún brazalete 

—dijo Bruno. 
—Pues a mí me lo dieron sin que yo lo pidiera. 
—Ya. A mí me gustaría llevar uno. Aunque no sé 

cuál preferiría, si el tuyo o el de Padre. 

Shmuel sacudió la cabeza y siguió contando su 
historia. Ya no pensaba a menudo en aquellas cosas 
porque cuando recordaba su antigua vida encima de 
la relojería se ponía muy triste. 

128 


—Llevamos los brazaletes durante unos meses 
—dijo—. Y luego las cosas volvieron a cambiar. Un 
día llegué a casa y mi madre dijo que no podíamos 
seguir viviendo en nuestra casa... 

—¡A mí me pasó lo mismo! —exclamó Bruno, 
alegrándose de saber que no era el único niño al que 
habían obligado a mudarse de casa—. Un día el Furias 
vino a cenar, y luego vinimos a vivir aquí. Y yo 
odio esto —añadió con enojo—. ¿También fue a cenar 
a tu casa y tuvisteis que marcharos? 

—No, pero cuando nos dijeron que ya no podíamos 
vivir en nuestra casa tuvimos que irnos a otro 
barrio de Cracovia, donde los soldados levantaron 
un gran muro y mi madre, mi padre, mi hermano y 
yo teníamos que vivir en una habitación. 

—¿Todos juntos? —preguntó Bruno—. ¿En la 
misma habitación? 

—Y no sólo nosotros. También había otra familia, 
y la madre y el padre siempre estaban peleando y 
uno de los hijos era mayor que yo y me pegaba aunque 
yo no hubiera hecho nada. 

—No puede ser que vivierais en la misma habitación 
—dijo Bruno sacudiendo la cabeza—. Eso no 
tiene sentido. 

—Todos en la misma —insistió Shmuel al tiempo 
que asentía con la cabeza—. En total éramos 
once. 

Bruno abrió la boca para contradecirlo —no 
creía que once personas pudieran vivir juntas en la 
misma habitación—, pero se lo pensó mejor. 

—Pasamos varios meses allí —prosiguió el 
otro—, todos juntos en la misma habitación. Había 
una ventanita, pero a mí no me gustaba mirar por 
ella porque veía el muro y odiaba el muro porque 
nuestra casa de verdad estaba al otro lado. Y aquel 
barrio de la ciudad era un barrio muy malo porque 
siempre había ruido y era imposible dormir. Y odiaba 
a Luka, el niño que siempre me pegaba aunque yo 
no hiciera nada. 

—A mí a veces Gretel me pega —aportó Bruno—. 
Es mi hermana —añadió—. Y es tonta de remate. 
Pero pronto seré mayor y más fuerte que ella y 
entonces se va a enterar. 

—Y un día llegaron los soldados con unos camiones 
enormes —continuó Shmuel, que no parecía 
interesado por Gretel—. Nos hicieron salir a 
todos de las casas. Mucha gente no quiso salir y se 
escondió donde pudo, pero creo que al final los capturaron 
a todos. Y los camiones nos llevaron a un 
tren, y el tren... —Vaciló y se mordió el labio inferior. 
Bruno pensó que iba a echarse a llorar, aunque 
no entendía por qué—. El tren era horrible —prosiguió 
Shmuel—. Para empezar, había demasiada 
gente en los vagones. Y no se podía respirar. Y olía 
muy mal. 

—Eso es porque os metisteis todos en el mismo 
tren —dijo Bruno, recordando los dos trenes que había 
visto en la estación el día que se marchó de Berlín—. 
Cuando nosotros vinimos aquí, había otro 
tren al otro lado del andén, pero creo que nadie lo 

130 


había visto. Nosotros nos subimos a ése. Si te hubieras 
subido al mío... 

—No creo que nos hubieran dejado —dijo Shmuel 
negando con la cabeza—. No podíamos salir 
del vagón. 

—Las puertas están al final —explicó Bruno. 

—No había puertas —dijo Shmuel. 

—Claro que había puertas —suspiró Bruno—. 
Están al final —repitió—. Después de la cafetería. 

—No había ninguna puerta —insistió Shmuel—. 
Si hubiera habido alguna puerta, nos habríamos apeado 
todos. 

Bruno masculló algo del estilo de «claro que las 
había», pero no lo dijo en voz alta. 

—Cuando por fin el tren se paró —continuó Shmuel—, 
estábamos en un sitio donde hacía mucho 
frío y tuvimos que venir hasta aquí a pie. 

—Nosotros vinimos en coche —explicó Bruno. 


—A mi madre se la llevaron, y a mi padre, a Josef 
y a mí nos pusieron en las cabanas de allí, que es donde 
estamos desde entonces. 

Shmuel se entristeció mucho al contar aquella 
historia, aunque Bruno no sabía por qué; él no lo encontraba 
tan terrible, pues al fin y al cabo le había pasado 
lo mismo. 

—¿Hay muchos niños más en tu lado de la alambrada? 
—preguntó. 

—Sí, cientos. 

Bruno abrió mucho los ojos. 

131 


—¿Cientos? —se asombró—. Qué injusticia. En 
este lado de la alambrada no hay nadie con quien jugar. 
Ni una sola persona. 

—Nosotros nunca jugamos —dijo Shmuel. 

—¿Que no jugáis? ¿Por qué? 

—¿A qué íbamos a jugar? —replicó con cara de 
desconcierto. 

—Pues no sé. A cualquier cosa. Al fútbol, por 
ejemplo. O a los exploradores. ¿Qué tal se explora 
por ahí? ¿Bien? 

Shmuel negó con la cabeza y no contestó. Miró 
hacia las cabanas y luego volvió a mirar a Bruno. No 
quería preguntarle lo que estaba pensando, pero el 
dolor de estómago lo obligó: 

—No habrás traído nada para comer, ¿verdad? 
—dijo. 
—No, lo siento —contestó Bruno—. Quería traer 
un poco de chocolate, pero se me olvidó. 

—Chocolate —dijo Shmuel muy despacio, y se 
humedeció los labios—. Sólo he comido chocolate 
una vez. 

—¿Sólo una vez? A mí me encanta el chocolate. 
Comería chocolate a todas horas, aunque Madre 
dice que se me cariarán los dientes. 

—No tendrás un poco de pan, ¿verdad? 

Bruno negó con la cabeza. 

—Nada —dijo—. La cena no se sirve hasta las 
seis y media. ¿Tú a qué hora cenas? 
Shmuel se encogió de hombros y se levantó del 
suelo. 

132 


—Será mejor que vuelva —dijo. 

—Algún día podrías venir a cenar con nosotros 
—dijo Bruno, aunque no estaba seguro de que fuera 
buena idea. 

—Sí, algún día —dijo Shmuel, que tampoco parecía 
convencido. 

—O podría ir yo a cenar con vosotros —propuso 
Bruno—. Así podría conocer a tus amigos —añadió 
esperanzado. Le habría gustado que Shmuel lo hubiera 
invitado, pero no parecía que fuera a hacerlo. 

—Es que estás al otro lado de la alambrada —dijo 
Shmuel. 

—Podría colarme por debajo —sugirió Bruno. Se 
agachó y levantó la base de la alambrada. En el centro, 
entre dos postes de madera, se formó un hueco lo bastante 
grande para que un niño pequeño pasara por él. 

Shmuel lo vio hacerlo y retrocedió, nervioso. 

—Tengo que volver —dijo. 

—Nos vemos otro día —comentó Bruno. 

—No debería estar aquí. Si me pillan tendré problemas. 


Se dio la vuelta y se alejó, y Bruno volvió a fijarse 
en lo bajito y delgado que era su nuevo amigo. No 
hizo ningún comentario sobre aquello porque sabía 
cuan desagradable resultaba que te criticaran por 
algo tan banal como tu estatura, y lo último que quería 
era ser desagradable con Shmuel. 

—¡Volveré mañana! —gritó Bruno, aunque Shmuel 
no contestó; es más, se alejó corriendo y Bruno 
se quedó solo. 

Decidió que ya había explorado suficiente por ese 
día y echó a andar hacia su casa, emocionado por lo 
que había pasado e impaciente por contarles a Madre, 
Padre, Gretel —que se pondría tan celosa que 
explotaría—, Maria, el cocinero y Lars su aventura 
de aquella tarde, lo de su nuevo amigo con aquel 
nombre tan raro y el hecho de que hubieran nacido el 
mismo día, pero, a medida que se acercaba a su casa, 
empezó a pensar que quizá no fuera tan buena idea. 

«Al fin y al cabo —razonó—, quizá no quieran 
que me haga amigo de él, y en ese caso me prohibirán 
venir aquí.» Cuando entró en la casa y olió la carne 
que se estaba asando en el horno para la cena, ya había 
decidido que sería mejor no decir nada, al menos 
de momento. Sería su secreto. Bueno, suyo y de 
Shmuel. 

Bruno opinaba que, cuando se trataba de los padres, 
y sobre todo de las hermanas, ojos que no ven 
corazón que no siente. 

134 


13 


La botella de vino 


Las semanas se sucedían y Bruno iba mentalizándose 
de que no volvería a Berlín en el futuro inmediato, 
así que ya podía olvidarse de bajar por la barandilla 
de su cómoda casa y de ver a Karl, Daniel y Martin, de 
momento. 

Sin embargo, empezaba a acostumbrarse a Auchviz 
y ya no se sentía tan desgraciado con su nueva vida. 
Al fin y al cabo, tenía alguien con quien hablar. Todas 
las tardes, cuando terminaban las clases, Bruno daba 
un largo paseo por la alambrada, se sentaba y hablaba 
con su nuevo amigo Shmuel hasta que llegaba la hora 
de volver a casa, algo que le compensaba por todas las 
veces que había añorado Berlín. 

Una tarde, mientras se estaba llenando los bolsillos 
de pan y queso de la nevera para llevárselos, Mana 
entró y vio lo que estaba haciendo. 

—Hola —dijo Bruno intentando disimulai"—. 
Me has asustado. No te he oído llegar. 

—Supongo que no estarás picando otra vez... 
—dijo Maria esbozando una sonrisa—. Ya has comido, 
¿no? ¿Te has quedado con hambre? 

—Un poco —dijo Bruno—. Voy a dar un paseo 
y he pensado que a lo mejor me entra apetito por el 
camino. 

Maria se encogió de hombros; fue hacia los fogones 
y puso a calentar un cazo de agua. En la encimera 
había un montón de patatas y zanahorias esperando 
a que llegara Pavel y las pelara. Bruno estaba a punto 
de marcharse cuando se fijó en las hortalizas, y en su 
mente se formó una pregunta que llevaba tiempo intrigándolo. 
Hasta entonces no se le había ocurrido a 
quién podía formulársela, pero aquél parecía el momento 
idóneo y Maria la persona más adecuada. 

—Maria —dijo—, ¿puedo hacerte una pregunta? 

La criada se dio la vuelta y lo miró. 

—Claro, señorito Bruno. 

—Y si te hago esa pregunta, ¿me prometes que 
no le contarás a nadie que te la he hecho? 
Maria entornó los ojos, recelosa, pero asintió con 
la cabeza. 

—De acuerdo —concedió—. ¿Qué quieres saber? 

—Es sobre Pavel —dijo Bruno—. Lo conoces, 
¿no? Ese hombre que viene y pela las hortalizas y 
luego nos sirve la cena. 

—Ah, sí. —Maria sonrió. Pareció aliviarla que la 
pregunta no fuera sobre nada serio—. Sí, conozco a 
Pavel. Hemos hablado muchas veces. ¿Qué quieres 
saber de él? 

136 


—Verás —dijo Bruno, escogiendo con cuidado 
sus palabras para no decir nada indebido—, ¿recuerdas 
que poco después de llegar aquí monté el columpio 
en el roble y me caí y me hice una herida en la 
rodilla? 

—Sí. ¿Qué pasa? ¿Vuelve a dolerte? 

—No, no es eso. Pero cuando me caí, Pavel era el 
único adulto que había en casa y él me trajo aquí, me 
limpió la herida y me untó un ungüento verde que 
me escoció, pero supongo que me fue bien, y luego me 
puso un aposito. 

—Eso es lo que haría cualquiera por alguien que 
se hubiera hecho daño —dijo Maria. 
—Sí, ya lo sé. Pero ese día me dijo que en realidad 
él no era camarero. 

Maria se quedó callada un momento. Entonces 
desvió la mirada y se humedeció un poco los labios 
antes de asentir con la cabeza. 

—Ya —dijo—. ¿Y qué te dijo que era? 
—Me dijo que era médico. Pero yo no me lo creí. 
¿Verdad que no es médico? 
—No —dijo Maria sacudiendo la cabeza—. No, 
no es médico. Es camarero. 
—Lo sabía —dijo Bruno, muy orondo—. Entonces 
¿por qué me mintió? Es absurdo. 

—Pavel ya no es médico, Bruno —explicó Maria 
en voz baja—. Pero antes lo era. En otra vida. Antes 
de venir aquí. 

Bruno frunció el entrecejo y reflexionó. 

—No lo entiendo —dijo. 

—No eres el único. 

—Pero si era médico, ¿por qué ya no lo es? 

Maria exhaló un suspiro y miró por la ventana 
para comprobar que no venía nadie; entonces señaló 
las sillas y ambos se sentaron. 

—Voy a explicarte lo que Pavel me ha contado 
acerca de su vida —dijo—, pero no debes contárselo a 
nadie, ¿entendido? Porque entonces todos tendríamos 
graves problemas. 

—No se lo diré a nadie —aseguró Bruno; le encantaba 
oír secretos y casi nunca los revelaba, salvo 
cuando era absolutamente necesario y no podía evitarlo. 


—Muy bien. Esto es lo que sé. 

Bruno llegó tarde al tramo de alambrada donde se 
encontraba con Shmuel todos los días, pero su nuevo 
amigo estaba esperando sentado en el suelo con las 
piernas cruzadas, como siempre. 

—Perdona el retraso —dijo, pasándole el pan y 
el queso por la alambrada (los trozos que no se había 
comido por el camino cuando le había entrado 
un poco de hambre)—. Estaba hablando con Maria. 


—¿Quién es Maria? —preguntó Shmuel sin levantar 
la cabeza, mientras se zampaba la comida con 
avidez. 

—Nuestra criada. Es muy simpática, aunque 
Padre dice que tiene un sueldo excesivo. Me estaba 

138 


hablando de Pavel, el hombre que nos corta las hortalizas 
y nos sirve la cena. Me parece que vive en tu 
lado de la alambrada. 

Shmuel levantó la cabeza un momento y dejó de 
comer. 

—¿En mi lado? —preguntó. 

—Sí. ¿Lo conoces? Es muy mayor y tiene una 
chaqueta blanca que se pone cuando nos sirve la 
cena. Seguro que lo has visto. 
—No —dijo Shmuel negando con la cabeza—. 
No lo conozco. 

—Seguro que sí —insistió Bruno, exasperado, 
como si creyera que Shmuel le llevaba la contraria a 
propósito—. Es muy bajito para ser un adulto y tiene 
el pelo cano y anda un poco encorvado. 

—Me parece que no sabes cuánta gente vive en 
este lado de la alambrada. Hay miles de personas. 

—Pero el que te digo se llama Pavel —perseveró 
Bruno—. Cuando me caí del columpio me limpió la 
herida para que no se me infectara y me puso un aposito 
en la rodilla. En fin, quería hablarte de él porque 
también es polaco. Igual que tú. 

—La mayoría de los que estamos aquí somos polacos 
—dijo Shmuel—. Aunque también hay algunos 
de otros sitios, como Checoslovaquia y... 

—Sí, pero por eso pensé que quizá lo conocías. 
Bueno, resulta que era médico antes de venir aquí, 
pero ya no le dejan ser médico y si Padre llega a saber 
que me limpió la herida cuando me hice daño, Pavel 
tendría problemas. 

—A los soldados no les gusta que la gente se cure 
—comentó Shmuel mientras tragaba el último trozo 
de pan—. Normalmente funciona al revés. 

Bruno asintió, aunque no entendía muy bien qué 
quería decir Shmuel, y miró al cielo. Pasados unos 
momentos volvió a mirar a través de la alambrada e 
hizo a Shmuel otra pregunta que llevaba tiempo intrigándole. 


—¿Tú sabes qué quieres ser cuando seas mayor? 
—preguntó. 
—Sí —contestó Shmuel—. Quiero trabajar en 
un zoo. 

—¿En un zoo? 

—Me gustan los animales —dijo Shmuel en voz 
baja. 
—Yo seré soldado —dijo Bruno con decisión—. 
Como Padre. 

—A mí no me gustaría ser soldado. 

—Pero no un soldado como el teniente Kotler 
—se apresuró a añadir Bruno—. No de esos que caminan 
a grandes zancadas como si fueran los amos 
del mundo y que se ríen con tu hermana y hablan en 
susurros con tu madre. Me parece que él no es un 
buen soldado. Yo quiero ser un soldado como Padre. 
Un buen soldado. 

—Los soldados buenos no existen —dijo Shmuel. 

—Claro que sí —lo contradijo Bruno. 

—¿A quién conoces que sea un buen soldado? 

—Pues a Padre, por ejemplo. Por eso lleva un uniforme 
tan bonito y por eso todos lo llaman comandan


140 


te y hacen lo que él les manda. El Furia tiene grandes 
proyectos para él porque es muy buen soldado. 
—Los soldados buenos no existen —repitió Shmuel. 


—Excepto Padre —repitió Bruno. Confiaba en 
que no volviera a contradecirlo, no quería tener que 
pelearse con él. Al fin y al cabo, era el único amigo 
que tenía en Auchviz. Pero Padre era Padre, y Bruno 
no creía que estuviera bien que alguien hablara mal 
de él. 

Ambos guardaron silencio unos minutos; ninguno 
de los dos quería decir nada de lo que después pudiera 
arrepentirse. 

—Tú no sabes cómo es la vida aquí —dijo Shmuel 
al final con un hilo de voz, y Bruno apenas oyó 
sus palabras. 

—¿No tienes hermanas? —preguntó rápidamente 
Bruno, fingiendo no haberlo oído para así cambiar 
de tema. 

—No —respondió Shmuel, meneando la cabeza. 


—Qué suerte. Gretel sólo tiene doce años y se 
cree que lo sabe todo, pero en realidad es tonta de 
remate. Se pone a mirar por la ventana y cuando ve 
llegar al teniente Kotler baja corriendo al recibidor 
y finge que llevaba mucho rato allí. El otro día la pillé 
haciéndolo y cuando él entró ella dio un respingo 
y dijo «Vaya, teniente Kotler, no sabía que estaba 
usted aquí», pero yo sé seguro que lo estaba esperando. 


Bruno no estaba mirando a Shmuel mientras decía 
todo aquello, pero cuando volvió a mirarlo vio 
que su amigo se había puesto aún más pálido de lo 
habitual. 

—¿Qué pasa? —preguntó—. Pareces a punto de 
vomitar. 

—No me gusta hablar de él —dijo Shmuel. 

—¿De quién? 

—Del teniente Kotler. Me da miedo. 

—A mí también me da un poco de miedo —re


conoció Bruno—. Es un chulo. Y huele muy raro. Es 
porque se pone mucha colonia. —Shmuel empezó a 
temblar ligeramente y Bruno miró alrededor, como si 
quisiera ver, y no sentir, si hacía frío o no—. ¿Qué 
pasa? —preguntó—. ¿Tanto frío tienes? Deberías 
haber traído un jersey. Ya empieza a refrescar un poco 
por las noches. 

Aquel mismo día, Bruno se llevó una desagradable 
sorpresa al enterarse de que el teniente Kotler iba a 
cenar en su casa con él, Gretel y sus padres. Pavel llevaba 
su chaqueta blanca, como de costumbre, y les 
sirvió la cena. 

Bruno observaba a Pavel, que iba y venía alrededor 
de la mesa, y se fijó en que parecía triste. Se preguntó 
si la chaqueta blanca que se ponía para hacer 
de camarero era la misma chaqueta blanca que antes 
se ponía para hacer de médico. Servía los platos y, 
mientras ellos comían y hablaban, se retiraba hacia 

142 


la pared y se quedaba inmóvil, sin mirar al frente ni 
a ningún otro sitio. Era como si se durmiese de pie y 
con los ojos abiertos. 

Cuando alguien necesitaba algo, Pavel se lo llevaba 
de inmediato, pero cuanto más lo observaba 
Bruno, más se convencía de que se iba a producir alguna 
desgracia. El hombre se encogía semana tras 
semana, aunque parecía difícil que pudiera encogerse 
aún más, y el color había desaparecido casi por 
completo de sus mejillas. Tenía los ojos llorosos, y el 
niño sospechaba que si Pavel parpadeaba un poco desencadenaría 
un torrente. 

Cuando el camarero entró con más platos, Bruno 
se fijó en que le temblaban ligeramente las manos. 
Y cuando se retiró a su posición habitual, se 
tambaleó un poco y tuvo que apoyar una mano contra 
la pared para no perder el equilibrio. Madre tuvo 
que pedirle dos veces que volviera a servirle sopa, 
porque Pavel no la oyó a la primera, y dejó la botella 
de vino vacía en la mesa y olvidó abrir otra para llenarle 
la copa a Padre. 

—Herr Liszt no nos deja leer poesía ni obras de 
teatro —protestó Bruno durante el segundo plato. 
Como tenían un invitado, toda la familia se había arreglado: 
Padre llevaba su uniforme; Madre, un vestido 
verde que resaltaba sus ojos; y Gretel y Bruno, la ropa 
que se ponían para ir a la iglesia cuando vivían en Berlín—. 
Le he pedido que nos deje leer aunque sólo sea 
un día a la semana, pero me ha dicho que no, al menos 
mientras él se encargue de nuestra educación. 

—Estoy seguro de que tiene sus motivos —dijo 
Padre mientras atacaba una pata de cordero. 

—Lo único que le interesa es que estudiemos 
Geografía e Historia —dijo Bruno—. Y estoy empezando 
a odiar la Historia y la Geografía. 

—Por favor, Bruno, no digas «odiar» —lo reprendió 
Madre. 

—¿Por qué odias la Historia? —preguntó Padre 
tras dejar un momento el tenedor, mirando a su hijo, 
que se encogió de hombros, una mala costumbre que 
tenía. 

—Porque es aburrida —contestó al fin. 

—¿Aburrida? —dijo Padre—. ¿Cómo se atreve un 
hijo mío a decir que la Historia es aburrida? Voy a explicarte 
una cosa, Bruno. —Se inclinó hacia delante y 
señaló a su hijo con el cuchillo—. Gracias a la Historia 
hoy estamos aquí. De no ser por la Historia, ninguno 
de nosotros estaría ahora sentado alrededor de 
esta mesa. Estaríamos tan tranquilos sentados alrededor 
de la mesa de nuestra casa de Berlín. Lo que 
estamos haciendo aquí es corregir la Historia. 

—A mí me parece aburrida —insistió Bruno, sin 
prestar mucha atención. 

—Tendrá que disculpar a mi hermano, teniente 
Kotler —dijo Gretel, posando brevemente una 
mano sobre su brazo, lo cual hizo que Madre la mirara 
fijamente y entornara los ojos—. Es un niñito 
muy ignorante. 

—Yo no soy ignorante —le espetó Bruno, que 
estaba harto de los insultos de su hermana—. Tendrá 

144 


que disculpar a mi hermana, teniente Kotler —añadió 
con educación—, pero es tonta de remate. No 
podemos hacer nada por ella. Los médicos dicen que 
no tiene remedio. 

—Cállate —espetó Gretel, ruborizada. 

—Cállate tú —replicó Bruno sonriendo abiertamente. 
—Niños, por favor —intervino Madre. 
Padre dio unos golpecitos en la mesa con el cu


chillo y todos callaron. Bruno echó una ojeada a su 
padre. No parecía enfadado exactamente, pero resultaba 
obvio que no iba a tolerar más discusiones. 

—A mí me gustaba mucho la Historia cuando 
era pequeño —comentó el teniente Kotler tras unos 
momentos de silencio—. Y aunque mi padre era 
profesor de Literatura en la universidad, yo prefería 
las ciencias sociales a las artes. 

—No lo sabía, Kurt —dijo Madre, volviendo la 
cabeza para mirarlo—. ¿Tu padre sigue dando clases? 

—Supongo que sí. La verdad es que no lo sé. 

—¿Cómo es eso? —preguntó ella mirándolo con 
ceño—. ¿No tienes contacto con él? 

El joven teniente se puso a masticar un trozo de 
cordero, lo cual le dio la oportunidad de meditar su 
respuesta. Miró a Bruno como si le reprochara haber 
sacado el tema. 

—Kurt —repitió Madre—, ¿no sigues en contacto 
con tu padre? 
—La verdad es que no —contestó él, encogiéndose 
de hombros y sin mirarla—. Se marchó de Ale


mania hace unos años, en el treinta y ocho, creo. No 
he vuelto a verlo desde entonces. 

Padre dejó de comer un momento y se quedó 
mirando al teniente Kotler con la frente un poco 
arrugada. 

—¿Y adonde se fue? —preguntó. 

—¿Perdón, herr comandante? —preguntó el teniente 
Kotler, pese a que Padre había hablado con 
voz muy clara. 

—Le he preguntado adonde fue —repitió—. Su 
padre. El profesor de Literatura. ¿Adonde se fue 
cuando se marchó de Alemania? 

El teniente se ruborizó ligeramente y tartamudeó 
un poco al contestar: 

—Creo... creo que ahora vive en Suiza. Lo último 
que supe de él fue que daba clases en la Universidad 
de Berna. 

—Ah, Suiza es un país precioso —intervino rápidamente 
Madre—. Nunca he estado allí, lo admito, 
pero según tengo entendido... 

—Su padre no puede ser muy mayor —observó 
Padre, y su voz grave los hizo callar a todos—. Usted 
sólo tiene... ¿diecisiete, dieciocho años? 

—Acabo de cumplir diecinueve, herr comandante. 


—Entonces su padre debe de tener... cuarenta y 
tantos, ¿no? —Kotler no dijo nada; siguió comiendo, 
aunque no parecía estar disfrutando mucho—. Es 
curioso que decidiera no quedarse en su patria —comentó 
Padre. 

146 


—Mi padre y yo no estamos muy unidos —se 
apresuró a aclarar el teniente mirando alrededor 
como si debiera una explicación a todos—. La verdad 
es que llevamos años sin hablarnos. 

—¿Y qué razón dio, si me permite preguntarlo 
—continuó Padre—, para marcharse de Alemania en 
su momento de mayor gloria y de mayor necesidad, 
cuando nos corresponde a todos contribuir al renacer 
nacional? ¿Era tísico? 

El teniente Kotler se quedó mirando a su comandante, 
desconcertado. 

—¿Perdón? —preguntó. 

—¿Se marchó a Suiza porque los médicos le 
recomendaron un cambio de aires? —explicó Padre—. 
¿O tenía algún motivo concreto para salir de 
Alemania? En mil novecientos treinta y ocho —añadió 
tras una pausa. 

—Me temo que no lo sé, herr comandante —respondió 
Kotler—. Eso tendría que preguntárselo a 
él. 

—No creo que fuera fácil. Puesto que se encuentra 
tan lejos. Pero quizá sea eso. Quizá estaba enfermo. 
—Padre vaciló un instante; luego asió el tenedor 
y el cuchillo y siguió comiendo—. O quizá tenía... discrepancias. 


—¿Discrepancias, herr comandante? 

—Con la política del gobierno. De vez en cuando 
se oyen casos parecidos. Tipos extraños, supongo. 
Trastornados, algunos de ellos. Traidores, otros. Cobardes, 
también. Supongo que habrá informado a 

147 


sus superiores de las opiniones de su padre, ¿verdad, 
teniente Kotler? 
El joven abrió la boca y tragó, pese a que no tenía 
nada que tragar. 

—No importa —dijo Padre—. Quizá no sea un 
tema de conversación adecuado para la mesa. Ya hablaremos 
de eso en otro momento. 

—Herr comandante —dijo el teniente inclinándose 
hacia delante con gesto de preocupación—, 
puedo asegurarle... 

—No, no es un tema de conversación adecuado 
para la mesa —repitió Padre con aspereza, haciéndolo 
callar de inmediato. 

Bruno los miró a uno y otro, divertido y a la vez 
asustado por la atmósfera que se había creado. 
—Me encantaría ir a Suiza —dijo Gretel tras un 
largo silencio. 

—Come, Gretel —dijo Madre. 

—¡Pero si sólo digo que...! 

—Come —repitió Madre, que iba a decir algo 
más aunque la interrumpió Padre llamando a Pavel 
otra vez. 

—¿Qué te pasa esta noche? —preguntó mientras 
el camarero descorchaba otra botella de vino—. Es la 
cuarta vez que tengo que pedirte más vino. 

Bruno miró a Pavel para comprobar que el anciano 
estaba bien, aunque éste consiguió quitar el tapón 
sin provocar ningún accidente. Pero después de llenar 
la copa de Padre, se dio la vuelta para servir más 
vino al teniente Kotler; entonces se le resbaló la bo


148 


tella de las manos y derramó parte de su contenido 
en el regazo del joven soldado. 

Lo que ocurrió entonces fue imprevisto y sumamente 
desagradable. El teniente Kotler se puso furioso 
con Pavel y nadie —ni Bruno, ni Gretel, ni Madre, ni 
siquiera Padre— intervino para impedir que hiciera 
lo que hizo a continuación, aunque ninguno de ellos 
tuvo valor para mirar. Sin embargo, a Bruno se le saltaron 
las lágrimas y Gretel palideció. 

Más tarde, cuando el niño se fue a la cama, pensó 
en todo lo ocurrido durante la cena. Recordaba lo 
amable que había sido Pavel con él la tarde que había 
montado el columpio, y cómo le había parado la hemorragia 
de la rodilla y el cuidado con que le había 
aplicado el ungüento verde. Y aunque Bruno se daba 
cuenta de que normalmente Padre era un hombre 
muy amable y considerado, no le parecía justo ni correcto 
que nadie hubiera impedido al teniente Kotler 
ponerse tan furioso con Pavel. Si en Auchviz eso era 
normal, más valía no llevarle la contraria a nadie; de 
hecho, lo mejor que podía hacer era mantener la boca 
cerrada y no causar ningún problema. Podía haber alguien 
a quien no le gustara. 

Su antigua vida en Berlín ya parecía un lejano recuerdo, 
y casi no se acordaba del aspecto de Karl, Daniel 
y Martin, salvo que uno de ellos era pelirrojo. 

14 


Bruno cuenta una mentira 
muy razonable 


Después de aquello, durante varias semanas Bruno 
siguió saliendo de casa cuando se marchaba herr Liszt 
y Madre echaba la siesta. Daba el largo paseo junto a 
la alambrada para reunirse con Shmuel, que casi todas 
las tardes estaba esperándolo allí, sentado en el 
suelo con las piernas cruzadas, con la vista clavada en 
el árido suelo. 

Una tarde, Shmuel apareció con un ojo morado, 
y cuando Bruno le preguntó qué le había pasado, él 
se limitó a menear la cabeza diciendo que no quería 
hablar de ello. Bruno dedujo que en todas partes debía 
de haber chulos, no sólo en las escuelas de Berlín, 
y que uno de ellos le había hecho aquello a Shmuel. 
Le dieron ganas de ayudarlo, pero no se le ocurría 
cómo, y además Shmuel quería hacer como si no hubiera 
pasado nada. 

Todos los días Bruno le preguntaba si podía colarse 
por debajo de la alambrada para jugar juntos al 

otro lado, pero Shmuel siempre contestaba que no, 
que no le parecía buena idea. 

—De todas maneras, no entiendo por qué tienes 
tantas ganas de venir a este lado —le dijo en una ocasión—. 
Esto no es agradable. 

—Eso lo dices porque no tienes que vivir en mi 
casa —replicó Bruno—. Para empezar, no tiene cinco 
plantas, sino sólo tres. ¿Cómo se puede vivir en 
una casa tan pequeña? —No se acordaba de que Shmuel 
le había contado que antes de ir a Auchviz había 
vivido en una habitación con diez personas más, 
entre ellas aquel niño, Luka, que siempre le pegaba 
aunque él no hiciera nada. 

Un día Bruno le preguntó por qué todos los que 
vivían al otro lado de la alambrada llevaban el mismo 
pijama de rayas y la misma gorra de tela. 

—Fue lo que nos dieron cuando llegamos aquí 
—explicó Shmuel—. Y se quedaron toda nuestra 
ropa. 

—¿Y nunca te apetece ponerte otra cosa cuando 
te levantas por la mañana? Debes de tener algo más 
en el armario. 

Shmuel parpadeó y abrió la boca para decir algo, 
pero se lo pensó mejor. 

—A mí no me gustan las rayas —añadió Bruno, 
aunque no era del todo cierto. De hecho, le gustaban 
las rayas y estaba hartándose de tener que llevar pantalones, 
camisas, corbatas y zapatos que le apretaban, 
cuando Shmuel y sus amigos podían ir todo el día 
con su pijama de rayas. 

152 


Unos días más tarde, Bruno despertó y vio que 
por primera vez en varias semanas llovía copiosamente. 
La lluvia había empezado por la noche y 
supuso que el ruido lo había despertado, pero no estaba 
seguro porque una vez despierto no podía saber 
qué lo había despertado. A la hora del desayuno 
seguía lloviendo. Y siguió lloviendo durante las clases 
de la mañana con herr Liszt. Y siguió lloviendo a 
la hora de comer. Y seguía lloviendo cuando terminó 
la clase de Geografía e Historia de la tarde. Aquello 
era una mala noticia, porque significaba que no 
podría salir de casa ni reunirse con Shmuel. 

Así pues, se tumbó en su cama con un libro, pero 
le costaba concentrarse. De repente apareció la tonta 
de remate. No solía entrar en su habitación, pues en 
su tiempo libre prefería cambiar de sitio una y otra 
vez su colección de muñecas. Sin embargo, el mal 
tiempo le había quitado las ganas de jugar. 

—¿Qué quieres? —preguntó Bruno. 

—Menudo recibimiento —dijo Gretel. 

—Estoy leyendo. 

—¿Qué lees? —preguntó ella. 

El se limitó a girar el libro para que su hermana 
viese la portada. Gretel hizo una pedorreta y roció 
con un poco de saliva la cara de Bruno. 

—Qué aburrido —dijo la niña con un sonsonete. 

—No es nada aburrido —replicó Bruno—. Es 
una aventura. Es mejor que las muñecas, eso seguro. 
Gretel no mordió el anzuelo. 

—¿Qué haces? —repitió, fastidiando aún más a 
Bruno. 

—Ya te lo he dicho. Estoy intentando leer —refunfuñó 
él—. Pero no me dejan. 

—Yo no sé qué hacer. Odio la lluvia. 

A Bruno le costó entenderlo. En realidad, su 

hermana nunca hacía nada, no como él, que tenía 
aventuras y exploraba lugares y había encontrado un 
nuevo amigo. Ella casi nunca salía de casa. Era como 
si hubiera decidido aburrirse por el simple hecho de 
que no tenía más remedio que quedarse dentro. Aun 
así, hay momentos en que un hermano y una hermana 
pueden dejar de torturarse durante un rato y hablar 
como personas civilizadas, y Bruno decidió convertir 
aquel momento en uno de ellos. 

—Yo también odio la lluvia —comentó—. Ahora 
podría estar con Shmuel. Creerá que me he olvidado 
de él. —Lo dijo sin pensar, pero nada más pronunciarlo 
se arrepintió de haberse ido de la lengua. 

—¿Que podrías estar con quién? —preguntó Gretel. 
—¿Qué? —repuso Bruno con gesto de extrañeza. 
—Que con quién dices que podrías estar —insistió 
Gretel. 
—Perdona —dijo Bruno buscando una salida—. 
No te he oído bien. ¿Puedes repetirlo? 

—¡Que con quién dices que podrías estar! —gritó 
Gretel, inclinándose sobre él para que no hubiera 
malentendidos. 

154 


—Yo no he dicho que podría estar con nadie 
—repuso Bruno. 

—Sí lo has dicho. Acabas de decir que no sé 
quién creerá que te has olvidado de él. 

—¿Cómo? 

—¡Bruno! —le advirtió Gretel. 

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Bruno, tratando 
de hacerle creer que se lo había imaginado 
todo, pero no sonó muy convincente porque él no era 
un actor nato como la Abuela. 

Gretel meneó la cabeza amenazándolo con el 
dedo índice. 

—¿Qué has dicho, Bruno? —insistió—. Acabas 
de decir que podrías estar con alguien. ¿Con quién? 
¡Dímelo! Aquí no hay nadie con quien jugar, ¿no? 

Bruno consideró el dilema en que se encontraba. 
Por una parte, su hermana y él tenían una cosa fundamental 
en común: que no eran adultos. Y aunque 
él nunca se había molestado en preguntárselo, había 
muchas probabilidades de que Gretel se sintiera tan 
sola como él en Auchviz. Al fin y al cabo, en Berlín 
ella podía jugar con Hilda, Isobel y Louise; quizá 
fueran unas niñas muy pesadas, pero al menos eran 
sus amigas. Allí, en cambio, no tenía a nadie, salvo su 
colección de muñecas sin vida. Pero ¿cómo podía saber 
Bruno hasta qué punto estaba loca Gretel? Quizá 
creyera que las muñecas le hablaban. 

Por otra parte, Shmuel era su amigo, no de Gretel, 
y no quería compartirlo con ella. Sólo podía hacer 
una cosa: mentir. 

—Tengo un amigo nuevo —empezó—. Un amigo 
nuevo al que veo todos los días. Y ahora debe de estar 
esperándome. Pero no puedes contárselo a nadie. 

—¿Por qué? 

—Porque es un amigo imaginario —respondió 
Bruno, intentando parecer turbado, para lo cual imitó 
la expresión del teniente Kotler cuando se había 
visto enredado en la historia de su padre emigrado a 
Suiza—. Jugamos juntos todos los días. 

Gretel abrió la boca, se quedó mirándolo y luego 
se echó a reír. 
—¡Un amigo imaginario! —exclamó—. ¿No eres 
un poco mayor para tener amigos imaginarios? 

Bruno intentó fingir vergüenza y turbación para 
resultar más convincente. Agachó la cabeza y esquivó 
la mirada de su hermana, y pareció dar resultado. 
A lo mejor no era tan mal actor como creía. Intentó 
ruborizarse, pero aquello era más difícil, así que pensó 
en cosas vergonzosas que le habían pasado a lo 
largo de los años con la esperanza de conseguirlo. 

Pensó en la vez que había olvidado echar el pestillo 
del lavabo y la Abuela había entrado cuando él estaba 
sentado en el váter. Pensó en la vez que había 
levantado la mano en clase y llamado «Madre» al 
maestro y todo el mundo se había reído de él. Pensó 
en la vez que se había caído de la bicicleta delante de 
un grupo de niñas al intentar una acrobacia y se había 
hecho daño en la rodilla y había llorado. 

Alguna de aquellas cosas funcionó y empezó a 
sonrojarse. 

156 


—Vaya —se asombró Gretel—. Te has puesto 
colorado y todo. 

—Porque no quería contártelo —dijo Bruno. 

—Un amigo imaginario. Desde luego, Bruno, 
eres tonto de remate. 

Bruno sonrió porque sabía dos cosas: una, que 
Gretel se había tragado su mentira; y dos, que si allí 
había algún tonto de remate, no era él. 

—Déjame en paz —dijo—. Estoy leyendo, ¿vale? 


—¿Por qué no cierras los ojos y dejas que tu amigo 
imaginario te lea el libro? —repuso Gretel, contenta 
de haber encontrado algo con que martirizar a 
su hermano—. Así no te cansarás tanto. 

—A lo mejor le digo que tire todas tus muñecas 
por la ventana —dijo Bruno. 

—Si haces eso te arrepentirás —replicó Gretel, y 
Bruno comprendió que lo decía en serio—. Cuéntame, 
¿qué hacéis tu amigo imaginario y tú? 

Bruno pensó un momento. Le apetecía hablar 
un poco de Shmuel y le pareció que aquélla podía ser 
una buena manera de hacerlo sin tener que revelar la 
verdad. 

—Hablamos de muchas cosas —contestó—. Yo 
le cuento cómo era nuestra casa de Berlín, y las otras 
casas y las calles y los puestos de fruta y verdura y las 
cafeterías, y que no podías ir al centro los sábados por 
la tarde porque la gente te empujaba; y de Karl y Daniel 
y Martin, que eran mis tres mejores amigos para 
toda la vida. 

—Qué interesante —dijo Gretel con sarcasmo, 
porque hacía poco había cumplido trece años y creía 
que el sarcasmo era el colmo de la sofisticación—. 
<¿Y qué te cuenta él? 

—Me habla de su familia y del piso que tenían encima 
de la relojería y de sus aventuras para venir aquí y 
de los amigos que tenía y de la gente que conoce aquí 
y de los niños con que jugaba pero con los que ya no 
juega porque desaparecieron sin despedirse de él. 

—Vaya, suena divertidísimo —ironizó Gretel—. 
Ojalá fuera mi amigo imaginario. 

—Y ayer me contó que hace varios días que no ven 
a su abuelo y que nadie sabe dónde está y que cuando 
pregunta por él su padre se echa a llorar y lo abraza 
tan fuerte que le da miedo que lo espachurre. 

Bruno llegó al final de la frase con la voz casi 
convertida en un susurro. Aquéllas eran cosas que le 
contaba Shmuel, pero, por algún motivo, hasta entonces 
no había advertido lo triste que debían de ser 
para su amigo. Al decirlas en voz alta, de repente se 
sintió muy mal por no haber intentado animar a 
Shmuel en lugar de ponerse a hablar de tonterías, 
como jugar a los exploradores. «Mañana le pediré 
perdón», se dijo. 

—Si Padre se entera de que hablas con amigos 
imaginarios, te caerá una buena —dijo Gretel—. 
Creo que deberías dejarlo. 

—¿Por qué? —preguntó Bruno. 
—Porque no es sano. Es el primer síntoma de la 
locura. 

158 


El niño asintió con la cabeza. 
—Me parece que no puedo dejarlo —dijo tras 
una pausa—. Me parece que no quiero. 
—Bueno, tú verás —dijo Gretel, cada vez más 
simpática—. Yo en tu lugar no se lo contaría a nadie. 

—Bueno —repuso Bruno fingiendo tristeza—, 
supongo que tienes razón. No se lo dirás a nadie, 
¿verdad? 

Gretel negó con la cabeza. 

—A nadie. Sólo a mi amiga imaginaria. 

Bruno soltó un gritito de asombro. 

—¿Tú también tienes una? —preguntó, e imaginó 
a su hermana en otro tramo de la alambrada 
hablando con una niña de su edad, compartiendo 
sarcasmos durante horas. 

—Es broma —dijo ella riendo—. ¡Por favor, 
pero si tengo trece años! No puedo comportarme 
como una cría. 

Y dicho aquello, salió muy airosa de la habitación. 
Bruno la oyó hablar con sus muñecas en el dormitorio 
del otro lado del pasillo y regañarlas por 
haber armado tanto jaleo durante su ausencia, puesto 
que ahora ella tendría que volver a ordenarlo todo, 
como si no tuviera nada mejor que hacer. 

—¡Desde luego...! —suspiró el niño. 

Intentó concentrarse de nuevo en la lectura, pero 
había perdido el interés y se quedó contemplando la 
lluvia y preguntándose si Shmuel, dondequiera que 
estuviera, estaría pensando en él y si también echaría 
de menos sus conversaciones. 

15 


Una cosa que no debería haber hecho 

Durante varias semanas estuvo lloviendo de manera 
intermitente, y Bruno y Shmuel no se vieron tanto 
como les habría gustado. Pero aun así se vieron, y 
Bruno empezó a preocuparse por su amigo porque 
cada día lo veía más delgado y más pálido. Solía llevarle 
pan y queso, y de vez en cuando hasta conseguía 
esconder un trozo de pastel de chocolate en su bolsillo, 
pero la caminata desde la casa hasta el tramo de 
alambrada donde se encontraban era larga, y a veces 
a Bruno le entraba hambre por el camino y tomaba 
un bocado de pastel, y un bocado llevaba a otro, y luego 
a otro, y cuando sólo quedaba un pedacito pensaba 
que no estaría bien dárselo a Shmuel porque no 
conseguiría saciar su hambre, sólo engañarla. 

Se estaba acercando el cumpleaños de Padre y, 
aunque él decía que no quería celebrarlo, Madre organizó 
una fiesta para todos los oficiales que servían 
en Auchviz y había mucho ajetreo para prepararla. 

Cada vez que Madre se sentaba a la mesa para hacer 
más planes para la fiesta, el teniente Kotler estaba a 
su lado para ayudarla, y daba la impresión de que entre 
los dos hacían más listas de las necesarias. 

Bruno decidió redactar su propia lista. Una lista 
de todas las razones por las que no le caía bien el teniente 
Kotler. 

En primer lugar, el hecho de que nunca sonreía y 
siempre parecía estar buscando a alguien a quien estropearle 
el día. Luego, el hecho de que, en las raras 
ocasiones en que hablaba con Bruno, el teniente lo 
llamaba «jovencito», algo sumamente desagradable, 
sobre todo teniendo en cuenta que, como señalaba 
Madre, el soldado todavía no había dado el estirón. 
También, el hecho de que se pasaba horas bromeando 
con Madre en el salón, y ésta le reía las gracias 
más que a Padre. 

Asimismo, Bruno recordaba el día que un perro 
se acercó a la alambrada y se puso a ladrar: cuando lo 
oyó, el teniente Kotler fue derecho hacia el animal 
y le pegó un tiro. Y también estaban todas aquellas 
tonterías que hacía Gretel siempre que él andaba cerca. 
Y no había olvidado lo furioso que se había puesto 
el teniente con Pavel, el camarero que en realidad era 
médico, en aquella cena. 

Además, siempre que Padre tenía que ir a Berlín 
y pasar allí la noche, el teniente se quedaba en la casa 
como si él estuviera al mando: todavía no se había marchado 
cuando Bruno iba a acostarse y ya había vuelto 
por la mañana antes de que él se despertara. 

162 


Había muchas razones más por las que no le caía 
bien el teniente Kotler, pero aquéllas fueron las que 
se le ocurrieron primero. 

La tarde anterior a la fiesta de cumpleaños, Bruno 
estaba en su habitación con la puerta abierta cuando 
oyó llegar a Kotler y hablar con alguien, aunque no 
oyó que nadie le contestara. Unos minutos más tarde, 
cuando Bruno bajó, oyó a Madre dando instrucciones 
de lo que había que hacer y al teniente diciendo 
«No te preocupes, ése sabe lo que le conviene», y luego 
riendo de una forma muy desagradable. 

Bruno fue hacia el salón con un libro nuevo que 
le había regalado Padre, titulado La isla del tesoro, con 
la intención de quedarse una hora o dos allí leyendo, 
pero cuando atravesaba el recibidor tropezó con el teniente, 
que en ese momento salía de la cocina. 

—Hola, jovencito —dijo Kotler sonriéndole con 
sorna, como solía hacer. 

—Hola —contestó Bruno arrugando la frente. 

—¿Qué haces? 

El niño se quedó mirándolo y empezó a pensar 
en siete razones más por las que el teniente no le caía 
bien. 

—Voy a leer un rato —dijo señalando el salón. 

Sin decir palabra, Kotler le arrebató el libro y se 
puso a hojearlo. 
—La isla del tesoro —leyó—. ¿De qué trata? 
—Pues hay una isla —respondió Bruno despacio, 

para asegurarse de que el soldado le seguía—. Y en la 
isla hay un tesoro. 

—Eso ya me lo imagino —dijo Kotler, mirándolo 
como si cavilara los tormentos que le infligiría si 
fuera su hijo y no el del comandante—. Cuéntame 
algo que no sepa. 

—También hay un pirata. Se llama John Long 
Silver. Y un niño que se llama Jim Hawkins. 

—¿Un niño inglés? —preguntó Kotler. 

—Sí. 

—Puaj —gruñó Kotler. 

Bruno se quedó mirándolo, preguntándose cuánto 
tardaría en devolverle su libro. No parecía muy interesado 
en él, pero, cuando Bruno quiso recuperarlo, 
Kotler lo apartó. 

—Lo siento —dijo, tendiéndoselo, pero cuando 
Bruno intentó agarrarlo, el teniente lo apartó por segunda 
vez—. ¡Ay!, lo siento —repitió, tendiéndoselo 
de nuevo, aunque esa vez Bruno se lo arrebató antes 
de que el teniente pudiera apartarlo—. Eres rápido 
—masculló. 

Bruno intentó reanudar su camino pero, por algún 
motivo, aquel día al teniente le apetecía fastidiarlo. 


—Estamos preparados para la fiesta, ¿no? —comentó. 


—Bueno, yo sí —replicó Bruno, que últimamente 
pasaba más tiempo con Gretel y estaba empezando 
a aficionarse al sarcasmo—. Usted, no lo 
sé. 

—Vendrá mucha gente —dijo Kotler, respirando 
hondo y mirando alrededor como si aquélla fuera 

164 


su casa y no la de Bruno—. Nos portaremos muy 

bien, ¿verdad? 

—Bueno, yo sí —repitió Bruno—. Usted, no lo sé. 

—Hablas mucho para ser tan pequeño. 

Bruno entornó los ojos y lamentó no ser más 
alto, más fuerte y ocho años mayor. Una bola de rabia 
explotó en su interior y deseó tener el valor para decir 
exactamente lo que quería decir. Una cosa era que 
Madre y Padre te dijeran lo que tenías que hacer (eso 
era razonable y lógico), pero otra muy diferente que 
te lo dijera otra persona, aunque esa persona tuviera 
un título rimbombante como «teniente». 

i —Ah, Kurt, querido, todavía estás aquí —dijo 
Madre saliendo de la cocina—. Ahora tengo un poco 
de tiempo, si... ¡Oh! —exclamó al ver a su hijo—. 
¡Bruno! ¿Qué haces aquí? 

—Iba al salón a leer mi libro. O al menos eso intentaba. 


—Bueno, de momento ve a la cocina —dijo 
ella—. Necesito hablar en privado con el teniente 
Kotler. 

Entraron juntos en el salón y Kotler cerró las 
puertas en las narices de Bruno. 

Hirviendo de rabia, el niño fue a la cocina y se llevó 
la mayor sorpresa de su vida. Allí, sentado a la 
mesa, muy lejos del otro lado de la alambrada, estaba 
Shmuel. Bruno no dio crédito a sus ojos. 

—¡Shmuel! —exclamó—. Pero... ¿qué haces aquí? 
Shmuel levantó la vista y al ver a su amigo sonrió 
de oreja a oreja, borrando el miedo de su rostro. 

—¡Bruno! —dijo. 

—¿Qué haces aquí? —repitió Bruno, pues, aunque 
seguía sin comprender qué pasaba al otro lado de 
la alambrada, intuía que los que vivían allí no debían 
entrar en su casa. 

—Me ha traído él —dijo Shmuel. 

—¿El? ¿Te refieres al teniente Kotler? 

—Sí. Dijo que aquí había un trabajo para mí. 

Bruno bajó la vista y vio sesenta y cuatro vasitos, 
los que Madre utilizaba cuando se tomaba uno de 
sus licores medicinales, encima de la mesa de la cocina, 
junto a un cuenco de agua caliente con jabón y un 
montón de servilletas de papel. 

—¿Qué haces? —preguntó. 
—Me han pedido que limpie estos vasos. Dicen 
que debe hacerlo alguien con los dedos muy pequeños. 

Y como si quisiera demostrar algo que su amigo 
ya sabía, levantó una mano y Bruno no pudo evitar 
fijarse en que parecía la mano del esqueleto de mentira 
que herr Liszt había llevado para la lección de 
anatomía. 

—Nunca me había fijado —musitó con incredulidad. 
—¿Nunca te habías fijado en qué? —preguntó 
Shmuel. 

A modo de respuesta, Bruno levantó una mano y 
la acercó a la de Shmuel hasta que la yema de sus dedos 
corazón casi se tocaron. 

—En nuestras manos —dijo—. Son muy diferentes. 
;Mira! 

w • ..,.. • 

166 


Los dos niños miraron al mismo tiempo; la diferencia 
saltaba a la vista. Aunque Bruno era bajito 
para su edad y no tenía nada de gordo, su mano parecía 
sana y llena de vida. Las venas no se traslucían; los 
dedos no parecían ramitas secas. En cambio, la mano 
de Shmuel sugería cosas muy diferentes. 

—¿Cómo es que se te ha puesto así? —preguntó 
Bruno. 

—No lo sé. Antes se parecía más a la tuya, pero 
yo no he notado que cambiara. En mi lado de la 
alambrada todos tienen las manos así. 

Bruno frunció el entrecejo. Pensó en la gente 
del pijama de rayas y se preguntó qué estaba pasando 
en Auchviz. A lo mejor algo no funcionaba bien, 
porque la gente tenía un aspecto muy poco saludable. 
No entendía nada, pero tampoco quería seguir 
mirando la mano de Shmuel. Se dio la vuelta, abrió 
la nevera y empezó a revolver buscando algo de comer. 
Encontró medio pollo relleno que había sobrado 
de la comida, y a Bruno se le iluminó la cara 
porque existían pocas cosas que le gustaran más que 
el pollo frío relleno de salvia y cebolla. Agarró un 
cuchillo del cajón y cortó unos buenos trozos que 
luego cubrió de relleno, antes de volverse hacia su 
amigo. 

—Me alegro mucho de verte —dijo con la boca 
llena—. Es una lástima que tengas que limpiar los 
vasos. Si no, te enseñaría mi habitación. 

—Me ha advertido que no me mueva de esta silla 
si no quiero tener problemas. 

—Yo no le haría mucho caso —repuso Bruno intentando 
aparentar más valor del que sentía—. Esta 
no es su casa, es mi casa, y cuando Padre no está, aquí 
mando yo. ¿Puedes creer que ni siquiera ha leído 

La isla del tesoro. 

Shmuel no le estaba prestando mucha atención: 
tenía los ojos fijos en los trozos de pollo que Bruno 
iba engullendo con toda tranquilidad. Pasados unos 
momentos, éste lo advirtió y se sintió culpable. 

—Lo siento, Shmuel —se apresuró a decir—. Debería 
haberte ofrecido pollo. ¿Tienes hambre? 

—Esa pregunta sólo tiene una respuesta —dijo 
Shmuel, que, aunque no conocía a Gretel, también 
sabía hablar con sarcasmo. 

—Espera, voy a servirte un poco —dijo Bruno; 
abrió la nevera y cortó otros tres buenos trozos. 
—No, no. Si vuelve... —susurró Shmuel, mirando 
con aprensión hacia la puerta. 

—Si vuelve ¿quién? ¿El teniente Kotler? 

—Se supone que tengo que limpiar los vasos 
y nada más —dijo, mirando con desesperación el 
cuenco de agua jabonosa y luego volviendo a mirar 
los trozos de pollo que Bruno le ofrecía. 

—Seguro que no le importa —repuso Bruno, un 
poco desconcertado por el nerviosismo de Shmuel—. 
Sólo es comida. 

—No puedo —dijo Shmuel, sacudiendo la cabeza. 
Daba la impresión de que iba a echarse a llorar en 
cualquier momento—. Volverá, estoy seguro —continuó—. 
Debí comérmelo en cuanto me lo has ofre


168 


cido, pero ahora ya es demasiado tarde, si lo cojo 

entrará y... 

—¡Basta, Shmuel! Ten —dijo Bruno, y le puso 

los trozos de pollo en la mano—. Cómetelo. Queda 

mucho para la merienda. Por eso no tienes que preo


cuparte. 

El niño contempló un momento la comida que 

tenía en la mano y luego miró a Bruno con los ojos 

muy abiertos, con una expresión que denotaba agra


decimiento y también terror. Echó una última ojeada 

a la puerta y entonces tomó una decisión: se metió de 

golpe los tres trozos de pollo en la boca y se los zam'
pó en sólo veinte segundos. 
—Oye, no hace falta que comas tan deprisa 
—dijo Bruno—. Te va a sentar mal. 
—No me importa —dijo Shmuel esbozando una 
sonrisa—. Gracias, Bruno. 

Su amigo le devolvió la sonrisa y estaba a punto 

de ofrecerle más comida, pero en ese preciso instante 

el teniente entró en la cocina y se paró en seco al ver


los hablando. Bruno lo miró fijamente y notó cómo 

la atmósfera se cargaba de tensión; Shmuel se encor


vó, cogió otro vaso y se puso a limpiarlo. Kotler, ig


norando a Bruno, fue hacia Shmuel y lo fulminó con 

la mirada. 

—¿Qué haces? —le gritó—. ¿No te he dicho que 

limpiaras estos vasos? 

Shmuel asintió rápidamente con la cabeza y em


pezó a temblar un poco mientras cogía otra servilleta 

y la mojaba en el agua del cuenco. 

—¿Quién te ha dado permiso para hablar en esta 
casa? —continuó Koder—. ¿Te atreves a desobedecerme? 


—No, señor —dijo Shmuel con voz queda—. Lo 
siento, señor. 

Levantó la cabeza y miró al teniente, que frunció 
el entrecejo, se inclinó un poco y ladeó la cabeza 
como si examinara la cara del niño. 

—¿Has estado comiendo? —preguntó en voz 
baja, como si ni él mismo pudiera creerlo. 

Shmuel negó con la cabeza. 

—Sí, has estado comiendo —insistió Kotler—. 
¿Has robado algo de la nevera? 

Shmuel abrió la boca y la cerró. Volvió a abrirla e 
intentó decir algo, pero no había nada que decir. Miró 
a Bruno suplicándole ayuda. 

—¡Contéstame! —gritó el teniente—. ¿Has robado 
algo de la nevera? 

—No, señor. Me lo ha dado él —respondió Shmuel 
con lágrimas en los ojos, mirando de soslayo a 
Bruno—. Es mi amigo —añadió. 

—¿Tu...? —El teniente miró a Bruno, desconcertado. 
Vaciló un momento y preguntó—: ¿Cómo 
que es tu amigo? ¿Conoces a este niño, Bruno? 

Bruno abrió la boca e intentó recordar cómo tenía 
que mover los labios para pronunciar la palabra 
«sí». Nunca había visto a nadie tan aterrado como 
Shmuel en aquel momento y quería decir algo para 
arreglar la situación, pero no podía, porque estaba 
tan aterrado como su amigo. 

170 


—¿Conoces a este niño? —repitió Kotler subiendo 
la voz—. ¿Has estado hablando con los prisioneros? 


—Yo... El estaba aquí cuando entré —dijo Bruno—. 
Estaba limpiando esos vasos. 

—Eso no es lo que te he preguntado —puntualizó 
Koder—. ¿Lo habías visto antes? ¿Habías hablado 
con él? ¿Por qué dice que eres amigo suyo? 

A Bruno le habría gustado echar a correr. Odiaba 
al teniente Kotler, pero éste se estaba acercando y él 
sólo podía pensar en la tarde que lo había visto pegarle 
un tiro a un perro y en la noche que Pavel lo había 
hecho enfadarse tanto que... 

—¡Contéstame, Bruno! —ordenó Kotler, con la 
cara cada vez más colorada—. No te lo preguntaré 
una tercera vez. 

—Nunca había hablado con él —contestó Bruno—. 
No lo había visto en mi vida. No lo conozco. 

El teniente asintió y pareció satisfecho. Muy lentamente, 
volvió la cabeza y miró a Shmuel, que ya no 
lloraba sino que tenía los ojos fijos en el suelo; parecía 
tratar de convencer a su alma para que saliera de su 
cuerpecito, flotara hacia la puerta y se elevara por el 
cielo, deslizándose a través de las nubes hasta estar 
muy lejos de allí. 

—Ahora vas a terminar de limpiar esos vasos 
—dijo entonces el teniente Kotler con voz muy queda, 
tanto que Bruno casi no lo oyó. Era como si toda 
su rabia se hubiera convertido en otra cosa. No exactamente 
en lo contrario, sino en algo desconocido y 

171 


aterrador—. Luego vendré a buscarte y te llevaré de 
vuelta al campo, donde hablaremos de lo que les pasa 
a los niños que roban. ¿Me has entendido? 

Shmuel asintió con la cabeza, cogió otra servilleta 
y se puso a limpiar otro vaso; Bruno vio cómo le 
temblaban los dedos y comprendió que temía romper 
el vaso. Bruno estaba destrozado, pero aunque quisiera 
no podía desviar la mirada. 

—Vamos, jovencito —dijo Kotler, pasándole su 
odioso brazo por los hombros—. Ve al salón, ponte a 
leer y deja que este asqueroso termine su trabajo. —Utilizó 
la misma palabra que había utilizado con Pavel 
cuando lo había enviado a buscar un neumático. 

Bruno asintió, se dio la vuelta y salió de la cocina 
sin mirar atrás. Tenía el estómago revuelto y por un 
momento temió vomitar. Jamás se había sentido tan 
avergonzado; nunca había imaginado que podría 
comportarse de un modo tan cruel. Se preguntó 
cómo podía ser que un niño que se tenía por una buena 
persona pudiera actuar de forma tan cobarde con 
un amigo suyo. Se sentó en el salón y estuvo allí varias 
horas, pero no podía concentrarse en su libro. No 
se atrevió a volver a la cocina hasta mucho más tarde, 
por la noche, cuando el teniente ya se había llevado a 
Shmuel. 

Después de aquel día, todas las tardes Bruno volvía 
al tramo de alambrada donde solían encontrarse, 
pero Shmuel nunca estaba allí. Pasó casi una semana 

172 


y Bruno estaba convencido de que su comportamiento 
había sido tan terrible que Shmuel nunca lo 
perdonaría, pero el séptimo día se llevó una gran alegría 
al ver que su amigo lo estaba esperando sentado 
en el suelo con las piernas cruzadas, como de costumbre, 
y con la vista clavada en el polvo. 

—Shmuel —dijo, corriendo hacia él y sentándose. 
Casi lloraba de alivio y arrepentimiento—. Lo 
siento mucho, Shmuel. No sé por qué lo hice. Di que 
me perdonas. 

—No pasa nada —dijo Shmuel, mirándolo. Tenía 
la cara cubierta de cardenales. 
Bruno se estremeció y por un momento olvidó 
sus disculpas. 

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, pero no esperó 
a que Shmuel contestara—. ¿Te has caído de la bicicleta? 
A mí me pasó una vez en Berlín, hace un par 
de años. Me caí porque iba demasiado rápido y estuve 
lleno de cardenales varias semanas. ¿Te duele? 

—Ya no lo noto —dijo Shmuel. 

—Debe de dolerte. 

—Ya no noto nada. 

—Oye, siento lo de la semana pasada. Odio al 
teniente Kotler. Se cree que manda él, pero se equivoca. 
—Vaciló un momento, porque no quería desviarse 
del tema. Sentía que debía decirlo una vez más 
de todo corazón—. Lo siento mucho, Shmuel —repitió 
con voz clara—. No puedo creer que no le dijera 
la verdad. Nunca le había vuelto la espalda a un 
amigo mío. Me avergüenzo de mí mismo, Shmuel. 

173 


Shmuel sonrió y asintió con la cabeza. Entonces 
Bruno supo que lo había perdonado. A continuación, 
Shmuel hizo algo que nunca había hecho: levantó 
la base de la alambrada como hacía cuando 
Bruno le llevaba comida, pero aquella vez metió la 
mano por el hueco y la dejó allí, esperando a que Bruno 
hiciera lo mismo, y entonces los dos niños se estrecharon 
la mano y se sonrieron. 

Era la primera vez que se tocaban. 

• 174 
16 


El corte de pelo 


Hacía casi un año que Bruno había llegado a su casa 
y encontrado a María recogiendo sus cosas. Sus recuerdos 
de la vida en Berlín casi se habían esfumado. 
Cuando hacía memoria, recordaba que Karl y Martin 
eran dos de sus tres mejores amigos para toda la vida, 
pero por mucho que se esforzara no lograba recordar 
cómo se llamaba el otro. Y entonces sucedió algo que 
hizo que pudiera salir de Auchviz durante dos días y 
regresar a su antigua casa: la Abuela había muerto 
y la familia debía volver a Berlín para el funeral. 

Allí Bruno se dio cuenta de que ya no era tan bajito 
como cuando se había marchado, porque podía 
ver por encima de cosas que antes le tapaban la vista, 
e incluso en su antigua casa comprobó que podía mirar 
por la ventana de la buhardilla y contemplar todo 
Berlín sin necesidad de ponerse de puntillas. 

El niño no había visto a su abuela desde su partida 
de Berlín, pero había pensado en ella todos los 

175 

días. Lo que mejor recordaba eran las obras de teatro 
que representaban el día de Navidad y en los cumpleaños, 
y que la Abuela siempre tenía el disfraz 
perfecto para el papel que a Bruno le correspondía 
interpretar. Cuando pensó que nunca volverían a 
hacer aquello, se puso muy triste. 

Los dos días que pasaron en Berlín también 
fueron tristes. Se celebró el funeral, y Bruno, Gretel, 
Padre, Madre y el Abuelo se sentaron en primera fila; 
Padre llevaba su uniforme más impresionante, el 
almidonado y planchado con las condecoraciones. 
Madre explicó a Bruno que Padre era quien estaba 
más triste, porque había discutido con la Abuela y no 
habían hecho las paces antes de que ella muriera. 

Se enviaron muchas coronas a la iglesia y Padre 
estaba orgulloso de que una de ellas la hubiera mandado 
el Furias. Cuando lo oyó, Madre dijo que la 
Abuela se revolvería en la tumba si se enterase. 

Bruno casi se alegró cuando regresaron a Auchviz. 
La casa nueva ya se había convertido en su hogar, el 
niño había dejado de preocuparse porque sólo tuviera 
tres plantas y no cinco, y ya no le molestaba 
tanto que los soldados entraran y salieran como si 
fuese su casa. Poco a poco fue aceptando que al fin y 
al cabo no estaba tan mal vivir allí, sobre todo desde 
que conocía a Shmuel. Sabía que había muchas cosas 
por las que debería alegrarse, entre ellas el que 
Padre y Madre parecieran siempre contentos y ella 
ya no tuviera que echar tantas siestas ni tomar tantos 
licores medicinales. Y Gretel tenía una mala ra


176 


cha —así lo llamaba Madre— y no se metía mucho 
con su hermano. 

Además, al teniente Kotler lo habían destinado a 
otro sitio y ya no estaba en Auchviz para hacer enfadar 
y fastidiar a Bruno continuamente. (Su marcha 
había sido muy repentina, y aquel día Padre y Madre 
habían mantenido una acalorada discusión a altas 
horas de la noche, pero se había marchado, eso seguro, 
y no iba a volver; Gretel estaba inconsolable.) Así 
pues, otra cosa de la que alegrarse: ya nadie lo llamaba 
«jovencito». 

Pero lo mejor era que Bruno tenía un amigo que 
se llamaba Shmuel. 

Le encantaba echar a andar por la alambrada todas 
las tardes y se alegraba de ver que su amigo parecía 
mucho más contento últimamente y que ya no 
tenía los ojos tan hundidos, aunque seguía teniendo 
el cuerpo extremadamente delgado y la cara de una 
palidez muy desagradable. 

Un día, mientras estaba sentado frente a Shmuel 
en el sitio de siempre, Bruno observó: 

—Esta es la amistad más rara que he tenido jamás. 

—¿Por qué? —preguntó Shmuel. 

—Porque con todos los otros niños que eran 
amigos míos podía jugar. Y nosotros nunca jugamos. 
Lo único que hacemos es sentarnos aquí y hablar. 
—A mí me gusta sentarme aquí y hablar —dijo 
Shmuel. 
—Sí, a mí también, claro. Pero es una lástima que 
no podamos hacer algo más emocionante de vez en 

cuando. Jugar a los exploradores, por ejemplo. O al 
fútbol. Ni siquiera nos hemos visto sin esta alambrada 
de por medio. 

Bruno solía hacer comentarios así para aparentar 
que el incidente ocurrido unos meses atrás, cuando 
negó su amistad con Shmuel, no había sucedido nunca. 
Era un asunto que seguía preocupándole y que le 
hacía sentirse mal, aunque Shmuel, dicho sea en su 
honor, parecía haberlo olvidado por completo. 

—Quizá podamos jugar algún día —dijo Shmuel—. 
Si nos dejan salir de aquí. 

Bruno empezó a pensar más y más en los dos lados 
de la alambrada y en su razón de ser. Se planteó 
hablar con Padre o Madre acerca de ello, pero sospechaba 
que o bien se enfadarían o bien le dirían 
algo desagradable acerca de Shmuel y su familia, así 
que hizo algo muy inusual: decidió hablar con la 
tonta de remate. 

La habitación de Gretel había cambiado bastante 
desde la última vez que Bruno había estado en ella. 
Para empezar, no había ni una sola muñeca a la vista. 
Una tarde, cerca de un mes atrás, por el tiempo en 
que el teniente Kotler se marchó de Auchviz, Gretel 
había decidido que ya no le gustaban las muñecas y 
las había tirado. En su lugar había colgado unos mapas 
de Europa que Padre le había regalado, y todos 
los días clavaba alfileres en ellos y desplazaba los alfileres 
constantemente tras consultar el periódico. Bruno 
pensaba que debía de estar volviéndose loca. Sin 
embargo, no se burlaba de él ni lo intimidaba tanto 

178 


como antes, de modo que Bruno creyó que no sería 
peligroso hablar con ella. 

—Hola —dijo llamando con educación a la puerta; 
sabía lo furiosa que se ponía si entraba sin llamar. 

—¿Qué quieres? —le preguntó Gretel, que estaba 
sentada ante el tocador haciendo experimentos 
con su pelo. 

—Nada. 

—Pues vete. 

Bruno asintió con la cabeza, aunque entró en la 
habitación y se sentó en el borde de la cama. Ella lo 
miró de reojo, pero no dijo nada. 
—Gretel —se decidió el niño al cabo de un rato—, 
¿puedo preguntarte una cosa? 

—Si te das prisa, sí —contestó ella. 

—Aquí en Auchviz todo es... —empezó, pero su 
hermana lo interrumpió de inmediato. 

—No se llama Auchviz, Bruno —dijo con enojo, 
como si aquél fuera el peor error cometido en la historia 
mundial—. ¿Por qué no lo pronuncias bien? 

—Se llama Auchviz—protestó él. 
—No, no se llama así —insistió ella, pronunciando 
correctamente el nombre del campo. 
Bruno frunció el entrecejo y se encogió de hombros. 


—Pero si eso es lo que he dicho —dijo. 

—No, no has dicho eso. Pero da igual, no voy a 
discutir contigo —repuso Gretel, que ya estaba perdiendo 
la paciencia (porque tenía muy poca)—. Bueno, 
¿qué pasa? ¿Qué quieres saber? 

179 


—Quiero saber qué es esa alambrada —dijo Bruno 
con firmeza, decidiendo que aquello era lo más 
importante, al menos para empezar—. Quiero saber 
por qué está ahí. 

Gretel se dio la vuelta en la silla y miró a su hermano 
con curiosidad. 

—Pero ¿cómo? ¿No lo sabes? 

—No. No entiendo por qué no nos dejan ir al otro 
lado. ¿Qué nos pasa para que no podamos ir allí a jugar? 

Su hermana lo miró fijamente y de pronto se echó 
a reír, y no paró hasta que vio que Bruno seguía con expresión 
muy seria. 

—Bruno —dijo entonces con infinita paciencia, 
como si no hubiera en el mundo nada más evidente 
que aquello—, la alambrada no está ahí para impedir 
que nosotros vayamos al otro lado. Está para impedir 
que ellos vengan aquí. 

El niño reflexionó sobre aquello, pero no sacó 
nada en claro. 

—Pero ¿por qué? —preguntó. 

—Porque hay que mantenerlos juntos —explicó 
Gretel. 
—¿Con sus familias, quieres decir? 
—Bueno, sí, con sus familias. Pero también con 
los de su clase. 

—¿Qué quieres decir? 

Gretel suspiró y sacudió la cabeza. 

—Con los otros judíos, Bruno. ¿No lo sabías? 
Por eso hay que mantenerlos juntos. No pueden mezclarse 
con nosotros. 

180 


—Judíos —repitió Bruno, experimentando con 
la palabra. Le gustaba cómo sonaba—. Judíos —repitió—. 
Toda la gente que hay al otro lado de la 
alambrada es judía. 

—Exacto —confirmó Gretel. 

—¿Nosotros somos judíos? 

Gretel abrió la boca como si le hubieran dado 
una bofetada. 
—No, Bruno —exclamó quedamente—. No, claro 
que no. Y eso no deberías ni insinuarlo. 

—¿Por qué? Entonces ¿qué somos nosotros? 

—Nosotros somos... —empezó Gretel, pero tuvo 
que pararse a pensar—. Nosotros somos... —repitió, 
pues no estaba muy segura de la respuesta—. Mira, 
nosotros no somos judíos —dijo al final. 

—Eso ya lo sé —replicó Bruno con frustración—. 
Lo que te pregunto es qué somos, si no somos judíos. 

—Somos lo contrario —dijo Gretel rápidamente, 
y se quedó muy satisfecha con su respuesta—. Sí, 
eso es. Nosotros somos lo contrario. 

—Ah, vale. —Bruno se alegró de entenderlo por 
fin—. Y los contrarios vivimos en este lado de la 
alambrada y los judíos viven en el otro. 

—Exacto, Bruno. 

—¿Es que a los judíos no les gustan los contrarios? 

—No; es a nosotros a quienes no nos gustan ellos, 
estúpido. 

Bruno frunció el entrecejo. A Gretel le habían 
dicho infinidad de veces que no debía llamar estúpido 
a su hermano, pero aun así ella seguía haciéndolo. 

181 


—Ah. ¿Y por qué no nos gustan? —preguntó. 

—Porque son judíos. 

—Ya entiendo. Los contrarios y los judíos no se 
llevan bien. 

—Exacto —dijo Gretel, que había descubierto 
algo raro en su pelo y estaba examinándolo minuciosamente. 


—Entonces ¿por qué no va alguien a hablar con 
ellos y...? 

Bruno no pudo terminar la frase porque Gretel 
soltó un grito desgarrador, un grito que despertó a 
Madre de su siesta y la hizo irrumpir en la habitación 
para averiguar cuál de sus dos hijos había matado al 
otro. 

Mientras hacía experimentos con su pelo, Gretel 
había encontrado un huevo diminuto, no más grande 
que la cabeza de un alfiler. Se lo enseñó a Madre, que 
le examinó el cabello separando rápidamente finos 
mechones; luego hizo lo mismo con Bruno. 

—No puedo creerlo —dijo Madre, enfadada—. 
Ya sabía yo que pasaría algo así en un sitio como éste. 

Resultó que tanto Gretel como Bruno tenían 
piojos. A Gretel tuvieron que lavarle el pelo con un 
champú especial que olía muy mal y después la niña 
se pasó varias horas seguidas en su habitación, llorando 
a lágrima viva. 

A Bruno también le pusieron aquel champú, 
pero luego Padre decidió que lo mejor era empezar 
desde cero, así que buscó una navaja de afeitar y le rasuró 
la cabeza; Bruno no pudo contener las lágrimas. 

182 


Fue todo muy rápido; le horrorizaba ver cómo todo 
su pelo caía flotando de su cabeza y aterrizaba en el 
suelo, junto a sus pies, pero Padre dijo que había que 
hacerlo. 

Después Bruno se miró en el espejo del cuarto de 
baño y sintió ganas de vomitar. Ahora que estaba 
calvo, su cabeza tenía un aire deforme y sus ojos parecían 
demasiado grandes para su cara. Casi le daba 
miedo su reflejo. 

—No te preocupes —lo tranquilizó Padre—. Ya 
volverá a crecer. Sólo tardará unas semanas. 

—Esto ha pasado por culpa de toda la porquería 
que hay aquí —se quejó Madre—. No entiendo cómo 
ciertas personas no se dan cuenta del efecto que este 
lugar está teniendo sobre nosotros. 

Cuando se vio en el espejo, Bruno no pudo evitar 
pensar cuánto se parecía a Shmuel, y se preguntó si 
todos los del otro lado de la alambrada tendrían también 
piojos y por eso los habían rapado. 

Al día siguiente, cuando vio a su amigo, Shmuel 
se echó a reír de su aspecto, lo cual no ayudó a que 
Bruno recuperara su mermada autoestima. 

—Me parezco a ti —dijo Bruno con tristeza, 
como si aquello fuera algo terrible de admitir. 
—Sí, aunque más gordo —reconoció Shmuel. 

17 

Madre se sale con la suya 

Durante las semanas siguientes Madre parecía más y 
más descontenta con la vida en Auchviz y Bruno entendía 
perfectamente a qué se debía su desazón. Al fin 
y al cabo, cuando llegaron allí él también odió aquel 
lugar, debido a que no podía compararse con su casa 
de Berlín y a que echaba de menos muchas cosas, 
como a sus tres mejores amigos para toda la vida. 
Pero con el tiempo la situación había cambiado, sobre 
todo gracias a Shmuel, que se había convertido 
para él en una persona más importante de lo que Karl, 
Daniel o Martin lo habían sido nunca. Pero Madre 
no tenía ningún Shmuel. No tenía nadie con quien 
hablar, y la única persona con la que había trabado 
alguna amistad, el joven teniente Kotler, había sido 
destinada a otro sitio. 

Aunque intentaba no ser como los niños que se 
dedican a escuchar por el ojo de la cerradura y por las 
chimeneas, una tarde Bruno pasó por delante del 

despacho de Padre mientras Madre y Padre estaban 
dentro manteniendo una de sus conversaciones. 
Bruno no quería escuchar a hurtadillas, pero sus padres 
hablaban en voz tan alta que de todos modos los 
oyó. 

—Es horrible —decía Madre—. Horrible. Ya no 
lo soporto. 
—No tenemos alternativa —replicó Padre—. Esta 
es nuestra misión y... 

—No, ésta es tu misión —lo cortó Madre—. Tu 
misión, no la nuestra. Si quieres, puedes quedarte 
aquí. 

—¿Y qué pensará la gente si permito que tú y 
los niños volváis a Berlín sin mí? —replicó Padre—. 
Harán preguntas sobre mi compromiso con el trabajo 
que desempeño aquí. 

—¿Trabajo? —gritó Madre—. ¿A esto llamas 
trabajo? 

Bruno no oyó mucho más porque las voces se estaban 
acercando a la puerta y siempre cabía la posibilidad 
de que Madre saliera hecha una furia en busca 
de licor medicinal, así que subió la escalera a toda 
prisa. Sin embargo, había oído suficiente para saber 
que tal vez regresaran a Berlín, y le sorprendió comprobar 
que no sabía qué sentir al respecto. 

Recordaba que le encantaba vivir en Berlín, pero 
allí debían de haber cambiado mucho las cosas. Seguramente 
Karl y sus otros dos mejores amigos para 
toda la vida cuyos nombres no conseguía recordar ya 
se habrían olvidado de él. La Abuela había muerto y 

186 


casi nunca tenían noticias del Abuelo, que, según decía 
Padre, ya chocheaba. 

Pero Bruno se había acostumbrado a la vida en 
Auchviz: no le importaba tener que aguantar a herr 
Liszt, se llevaba muy bien con Maria —mucho mejor 
que cuando vivían en Berlín—, Gretel seguía 
con su mala racha y lo dejaba en paz (y ya no parecía 
tan tonta de remate), y sus tardes conversando con 
Shmuel lo llenaban de alegría. 

Bruno no sabía cómo sentirse y decidió que, pasara 
lo que pasase, aceptaría la decisión sin protestar. 

Durante unas semanas nada cambió; la vida seguía 
su curso con normalidad. Padre pasaba la mayor 
parte del tiempo en su despacho o al otro lado de la 
alambrada. Madre estaba muy callada durante el día 
y echaba más siestas, a veces incluso antes de comer 
(Bruno estaba preocupado por su salud, porque no 
conocía a nadie que necesitara tomar tanto licor medicinal). 
Gretel se quedaba en su habitación concentrada 
en los diversos mapas que había colgado en las 
paredes; consultaba los periódicos durante horas 
antes de desplazar un poco los alfileres (herr Liszt 
estaba muy satisfecho con aquella actividad de Gretel). 
Y Bruno hacía exactamente lo que le pedían, no 
causaba ningún problema y disfrutaba con el hecho 
de tener un amigo secreto del que nadie sabía 
nada. 

Hasta que un buen día Padre llamó a Bruno y 
Gretel a su despacho y les comunicó los cambios que 
se avecinaban. 

—Sentaos, niños —dijo señalando los dos grandes 
sillones de piel, donde siempre les advertían 
que no debían sentarse cuando tenían ocasión de entrar 
en el despacho de Padre porque llevaban las 
manos sucias. Padre se sentó detrás de su escritorio—. 
Hemos decidido realizar ciertos cambios —empezó, 
y parecía un poco triste—. Decidme: ¿sois felices 
aquí? 

—Sí, Padre, por supuesto —respondió Gretel. 

—Sí, Padre —contestó Bruno. 

—¿Y nunca echáis de menos Berlín? 

Los niños pensaron un momento y se miraron, 
preguntándose cuál de los dos iba a comprometerse 
primero a dar una respuesta. 
—Bueno, yo lo añoro muchísimo —dijo Gretel 
al final—. No me importaría volver a tener amigas. 

Bruno sonrió pensando en su secreto. 

—Amigas —dijo Padre, asintiendo con la cabeza—. 
Sí, he pensado a menudo en eso. A veces debes 
de haberte sentido sola. 

—Sí, muy sola —confirmó Gretel. 

—¿Y tú, Bruno? ¿Echas de menos a tus amigos? 

—Pues... sí —contestó él, sopesando con cuidado 
su respuesta—. Pero creo que allá donde fuese 
siempre echaría de menos a alguien. —Era una referencia 
indirecta a Shmuel, pero no quería ser más explícito. 


—Pero ¿te gustaría volver a Berlín? —preguntó 
Padre—. Me refiero a si hubiera alguna posibilidad. 
—¿Todos nosotros? —preguntó Bruno. 

188 


Padre soltó un hondo suspiro y negó con la cabeza. 
—Madre, Gretel y tú. Volveríais a la casa de Berlín. 
¿Te gustaría? 

Bruno reflexionó. 

—Bueno, si tú no vinieras no me gustaría —contestó, 
porque era la verdad. 
—Entonces ¿preferirías quedarte aquí conmigo? 
—Preferiría que los cuatro continuáramos juntos 

—dijo él, incluyendo a Gretel a regañadientes—. En 
Berlín o en Auchviz. 

—¡Oh, Bruno! —exclamó Gretel con exasperación, 
y Bruno no supo si lo había dicho porque podía 
estar estropeándole los planes de regresar a Berlín o 
porque (según ella) seguía pronunciando mal el nombre 
de su casa. 

—Bien, me temo que de momento eso no será 
posible —dijo Padre—. Me temo que el Furias todavía 
no tiene previsto relevarme de mi puesto. Por otra 
parte, Madre cree que éste sería un buen momento 
para que vosotros tres volvierais a casa y os instalarais 
allí, y pensándolo bien... —Hizo una breve pausa y 
miró por la ventana que tenía a su izquierda, por 
la que se veía el campo que había al otro lado de la 
alambrada—. Pensándolo bien, quizá tenga razón. 
Quizá éste no sea un lugar adecuado para criar a dos 
niños. 

—Pues aquí hay cientos de niños —dijo Bruno 
impulsivamente—. Lo que pasa es que están al otro 
lado de la alambrada. 

Tras aquel comentario hubo un silencio, pero no 
un silencio normal de los que se producen cuando 
nadie habla, sino un silencio muy ruidoso. Padre y 
Gretel miraron a Bruno de hito en hito. 

—¿Qué quieres decir con que al otro lado hay 
cientos de niños? —preguntó Padre—. ¿Qué sabes 
tú de lo que pasa allí? 

Bruno abrió la boca para responder, pero temía 
meterse en un aprieto si hablaba demasiado. 

—Los veo desde la ventana de mi dormitorio 
—dijo al final—. Están muy lejos, claro, pero por lo 
que parece hay cientos. Y todos llevan pijama de rayas. 


—Ya, el pijama de rayas —dijo Padre asintiendo 
con la cabeza—. ¿Y has estado observándolos? 
—Bueno, los he visto. No estoy seguro de que sea 
lo mismo. 

Padre sonrió. 

—Muy bien, Bruno —dijo—. Y tienes razón, no 
es lo mismo. —Volvió a vacilar un momento y entonces 
hizo un movimiento con la cabeza, como si 
hubiera tomado una decisión irrevocable^. Sí, Madre 
tiene razón —dijo, sin mirar a Gretel ni a Bruno—. 
Tiene toda la razón. Lleváis mucho tiempo 
aquí. Ya es hora de que volváis a casa. 

Y así fue como se tomó la decisión. Enviaron un 
aviso, pues había que limpiar la casa a fondo, barnizar 
la barandilla, planchar las sábanas y hacer las 
camas, y Padre anunció que Madre, Gretel y Bruno 
regresarían a Berlín la semana siguiente. 

190 


El niño comprendió que volver a Berlín no le 
ilusionaba tanto como habría podido imaginar y que 
no tenía ninguna gana de comunicarle la noticia a 
Shmuel. 

18 


Cómo se ideó la aventura final 

El día después de que Padre dijera a Bruno que pronto 
volvería a Berlín, Shmuel no fue a la alambrada como 
era habitual. Tampoco apareció al día siguiente. El tercer 
día, cuando Bruno llegó allí, no estaba; esperó 
diez minutos y estaba a punto de volver a casa, sumamente 
preocupado por tener que marcharse de Auchviz 
sin haberse despedido de su amigo, cuando a lo 
lejos un punto se convirtió en una manchita que se 
convirtió en un borrón que se convirtió en una figura 

• que a su vez se convirtió en el niño del pijama de rayas. 
Bruno sonrió al verlo sentarse en el suelo y sacó 
de su bolsillo el trozo de pan y la manzana que había 
llevado de casa para dárselos. Pero ya desde lejos había 
advertido que su amigo parecía más triste que de 
costumbre, y tampoco cogió la comida con el entusiasmo 
de siempre. 
—Pensaba que ya no vendrías —dijo Bruno—. 
Vine ayer y anteayer y no estabas. 

—Lo siento —dijo Shmuel—. Es que ha pasado 
una cosa. 

Bruno lo miró y entornó los ojos, intentando 
adivinar qué podía haber pasado. Se preguntó si 
también a él le habrían dicho que volvía a su casa; 
después de todo, a veces ocurren coincidencias como 
ésa, como el hecho de que Bruno y Shmuel hubieran 
nacido el mismo día. 

—¿Qué? —preguntó Bruno—. ¿Qué ha pasado? 
—Mi padre —dijo Shmuel—. No lo encontramos. 
—¿Que no lo encontráis? Eso es muy raro. ¿Qué 
quieres decir? ¿Que se ha perdido? 

—Supongo. El lunes estaba aquí, luego se marchó 
a hacer su turno de trabajo con unos cuantos 
hombres más y ninguno ha regresado todavía. 

—¿Y no te ha escrito ninguna carta? ¿No te ha 
dejado ninguna nota diciendo cuándo piensa volver? 


—No —contestó Shmuel. 
—Qué raro —se extrañó Bruno—. ¿Ya lo has 
buscado bien? —preguntó tras una pausa. 

—Claro que lo he buscado —dijo Shmuel exhalando 
un suspiro—. He hecho eso de lo que tú siempre 
hablas. He explorado por ahí. 

—¿Y no has encontrado rastro de él? 

—No, ni rastro. 

—Pues eso es muy extraño. Pero seguramente 
tiene una explicación muy sencilla. 
—¿Y cuál es? —preguntó Shmuel. 

194 


—Supongo que habrán llevado a los hombres a 
trabajar a otro pueblo y que tendrán que quedarse allí 
unos días, hasta que terminen su trabajo. De todas 
formas, este sitio no es ninguna maravilla. Ya verás 
como no tarda en aparecer. 

—Eso espero —dijo Shmuel, que estaba al borde 
del llanto—. No sé qué vamos a hacer sin él. 

—Si quieres puedo preguntarle a Padre si sabe 
algo —dijo Bruno con cautela, confiando en que su 
amigo no dijera que sí. 

—No creo que sea buena idea —dijo Shmuel, lo 
cual produjo cierta inquietud en Bruno, pues no era 
un rechazo rotundo de su ofrecimiento. 

—¿Por qué no? —insistió igualmente—. Padre 
está muy informado de todo lo que ocurre al otro 
lado de la alambrada. 

—Me parece que a los soldados no les caemos 
bien. Bueno —añadió con algo parecido a una risotada—, 
sé muy bien que no les caemos bien. Nos odian. 

Bruno dio un respingo. 

—Estoy seguro de que no es así —dijo. 

—Sí, nos odian —insistió Shmuel inclinándose 
hacia delante, entornando los ojos y haciendo una 
mueca de rabia con los labios—. Pero eso no me importa, 
porque yo también los odio. ¡Los odio! —repitió 
con convicción. 

—Pero a Padre no lo odias, ¿verdad? —preguntó 
Bruno. 
Shmuel se mordió el labio inferior y no dijo 
nada. Había visto al padre de Bruno en varias ocasio


nes y no entendía cómo aquel hombre podía tener un 
hijo tan simpático y amable. 

—En fin —dijo Bruno tras una pausa, pues no 
quería seguir hablando de aquel asunto—, yo también 
tengo que contarte una cosa. 

—¿Ah, sí? —dijo Shmuel levantando la cabeza, 
esperanzado. 

—Sí, que voy a volver a Berlín. 

Shmuel puso cara de sorpresa. 

—¿Cuándo? —preguntó, y la voz se le quebró un 
poco. 
—A ver, hoy es jueves. Y nos vamos el sábado. 
Después de comer. 

—Pero ¿cuánto tiempo vas a estar fuera? 

—Creo que nos vamos para siempre —respondió 
Bruno—. A Madre no le gusta Auchviz, dice que no 
es un sitio adecuado para criar a dos hijos, así que 
Padre va a quedarse trabajando aquí porque el Furias 
tiene grandes proyectos para él, pero los demás volvemos 
al hogar. —Utilizó la palabra «hogar», pese a 
que ya no estaba seguro de dónde estaba su hogar. 

—Entonces ¿no volveré a verte? —preguntó Shmuel. 


—Bueno, sí, algún día. Podrías venir de vacaciones 
a Berlín. Al fin y al cabo, no te quedarás aquí para 
siempre, ¿no? 

Shmuel negó con la cabeza. 

—Supongo que no —dijo con tristeza. Y añadió—: 
Cuando te marches, ya no tendré nadie con 
quien hablar. 

196 


—Ya —dijo Bruno. Quería añadir «Yo también 
te echaré de menos, Shmuel», pero le dio un poco 
de vergüenza—. Así que, hasta entonces, mañana 
nos veremos por última vez. Mañana tendremos 
que despedirnos. Procuraré traerte un regalo especial. 


Shmuel asintió con la cabeza, pero no encontraba 
palabras para expresar la pena que sentía. 

—Me habría gustado poder jugar contigo —dijo 
Bruno tras una larga pausa—. Aunque sólo fuera una 
vez. Sólo para tener algo que recordar. 

—A mí también —coincidió Shmuel. 

—Llevamos más de un año hablando y no hemos 
podido jugar ni una sola vez. ¿Y sabes otra cosa? 
—agregó—. Todo este tiempo he estado observando 
dónde vives desde la ventana de mi dormitorio, pero 
nunca he visto por mí mismo cómo es. 

—No te gustaría —dijo Shmuel—. Tu casa es 
mucho más bonita. 

—Ya, pero me habría gustado ver la tuya. 

Shmuel caviló unos momentos, entonces se inclinó 
y levantó un poco la alambrada, hasta formar 
un hueco por donde habría podido colarse un niño 
pequeño, quizá de la estatura y el tamaño de Bruno. 

—¿Por qué no pasas? —propuso. 

Bruno parpadeó y se lo pensó. 

—No creo que me dejen —dijo con reserva. 

—Bueno, seguramente tampoco te dejan venir 
aquí todos los días y hablar conmigo —dijo Shmuel—. 
Pero aun así lo haces, ¿no? 

—Pero si me descubrieran me las cargaría —razonó 
Bruno, que estaba seguro de que Madre y Padre 
no lo aprobarían. 

—En eso tienes razón —dijo Shmuel; soltó la 
alambrada y se quedó mirando el suelo con lágrimas 
en los ojos—. Supongo que mañana nos veremos y 
nos despediremos. 

Los dos se quedaron callados un momento. De 
pronto Bruno tuvo una idea genial. 

—A no ser... —empezó, pensándolo y dejando 
que el plan fuera tramándose en su mente. Se tocó la 
rapada cabeza; el pelo apenas había empezado a crecer—. 
Dijiste que me parecía a ti, ¿recuerdas? —le 
preguntó a Shmuel—. Porque me habían afeitado la 
cabeza. 

—Sí, pero más gordo. 

—Pues aprovechando que me parezco a ti, y si 
tuviera también un pijama de rayas, podría ir de visita 
al otro lado sin que se enterara nadie. 

Shmuel sonrió de oreja a oreja y el rostro se le 
iluminó. 

—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿Lo harías? 

—Claro —dijo Bruno—. Sería una aventura estupenda. 
Nuestra aventura final. Por fin podría explorar 
un poco. ti eu 

—Y podrías ayudarme a encontrar a mi padre. 

—¿Por qué no? Daremos un paseo y veremos si 
encontramos alguna pista. Es lo que hay que hacer 
cuando se sale a explorar. El único problema es que 
necesitamos otro pijama de rayas. 

198 


—Eso tiene fácil arreglo —dijo Shmuel—. Los 
guardan en una cabana. Puedo sacar uno de mi talla 
y traerlo. Entonces tú te cambias y vamos a buscar a 
mi padre. 

—Perfecto —dijo Bruno, dejándose llevar por el 
entusiasmo del momento—. Entonces quedamos así. 
—Nos encontramos aquí mañana a la misma 
hora —dijo Shmuel. 

—Procura no llegar tarde esta vez —dijo Bruno 
mientras se levantaba y se sacudía el polvo de la 
ropa—. Y no te olvides del pijama de rayas. 

Aquella tarde, los dos niños se marcharon a casa 
muy animados. Bruno estaba feliz con la perspectiva 
de una gran aventura; por fin tendría la oportunidad 
de ver qué pasaba al otro lado de la alambrada 
antes de volver a Berlín (y además podría explorar 
un poco en serio). Shmuel veía una ocasión para que 
alguien lo ayudara a encontrar a su padre. Para ambos 
parecía un plan muy sensato y una excelente manera 
de despedirse. 

Lo que pasó el día siguiente 


El día siguiente, viernes, también fue lluvioso. Cuando 
despertó por la mañana, Bruno se asomó a la ventana 
y se llevó una decepción al ver que llovía a 
cántaros. De no ser porque aquélla iba a ser la última 
oportunidad para él y Shmuel de pasar un rato juntos 
(por no mencionar que la aventura prometía ser muy 
emocionante, sobre todo porque incluía un disfraz), 
lo habría dejado para otro día y habría esperado hasta 
la semana siguiente, cuando no tenía planeado 
nada especial. 

Sin embargo, las agujas del reloj seguían avanzando 
y él no podía remediarlo. Además, todavía era 
temprano y podían pasar muchas cosas desde aquel 
momento hasta última hora de la tarde, que era 
cuando solían encontrarse los dos amigos. Seguramente 
para entonces habría parado de llover. 

Durante las clases de la mañana con herr Liszt, 
Bruno miró una y otra vez por la ventana, pero no 

201 

parecía que fuera a remitir, pues la lluvia golpeaba 
ruidosamente los cristales. A la hora de comer, miró 
por la ventana de la cocina y comprobó que estaba 
amainando y que el sol incluso asomaba tímidamente 
por detrás de un nubarrón. Durante las clases de 
Geografía e Historia de la tarde siguió mirando, 
pero la lluvia volvió a arreciar aún más y amenazó 
con romper los cristales de la ventana. 

Por fortuna, paró de llover cuando herr Liszt estaba 
a punto de marcharse, así que Bruno se puso 
unas botas y su pesado abrigo, esperó a que no hubiera 
nadie a la vista y salió de la casa. 

Sus botas chapoteaban por el barro y Bruno disfrutó 
más que nunca con el trayecto. A cada paso que 
daba se arriesgaba a tropezar y caerse, pero eso no 
llegó a suceder y consiguió mantener el equilibrio, incluso 
en un tramo del camino particularmente difícil, 
cuando levantó la pierna izquierda, la bota quedó 
enganchada en el barro y el pie se le salió. 

Bruno miró el cielo, y aunque todavía estaba muy 
oscuro, pensó que, como había llovido mucho todo el 
día, seguramente estaría a salvo aquella tarde. Después, 
cuando llegara a casa, no iba a ser fácil justificar 
por qué iba tan sucio; pero aquello podría atribuirse a 
que era el típico niño, como siempre afirmaba Madre; 
no creía que tuviera muchos problemas. (Madre 
llevaba varios días más contenta de lo habitual, mientras 
iban cerrando las cajas con todas sus pertenencias 
y las cargaban en un camión para enviarlas a 
Berlín.) 

202 


Cuando Bruno llegó al tramo de la alambrada 
donde solían encontrarse, Shmuel estaba esperándolo, 
y por primera vez no estaba sentado con las piernas 
cruzadas y los ojos fijos en el suelo, sino de pie y 
apoyado contra la alambrada. 

—Hola, Bruno —dijo cuando vio acercarse a su 
amigo. 

—Hola, Shmuel. 

—No estaba seguro de que volviésemos a vernos. 
Por la lluvia y eso —dijo Shmuel—. Pensé que quizá 
te quedarías en tu casa. 
—Yo tampoco estaba seguro de poder venir 
—dijo Bruno—. Hacía muy mal tiempo. 

Shmuel asintió y extendió los brazos hacia Bruno, 
que abrió la boca, asombrado. Shmuel le estaba 
mostrando unos pantalones de pijama, una camisa 
de pijama y una gorra de tela idénticos a los que vestía 
él. La ropa no parecía muy limpia, pero se trataba 
de un disfraz, y Bruno sabía que los buenos exploradores 
siempre llevaban la ropa adecuada. 

—¿Todavía quieres ayudarme a encontrar a mi 
padre? —preguntó Shmuel, y Bruno se apresuró a 
asentir. 

—Por supuesto —dijo, pese a que encontrar al padre 
de Shmuel no era tan importante para él como la 
perspectiva de explorar el mundo que había al otro 
lado de la alambrada—. No te dejaré en la estacada. 

Shmuel levantó la parte inferior de la alambrada 
y le pasó la ropa, cuidando de que no tocara el suelo 
embarrado. 

203 


—Gracias —dijo Bruno, rascándose la pelada cabeza 
y preguntándose cómo no se le había ocurrido 
llevar una bolsa donde guardar su ropa, porque si la 
dejaba en el suelo se pondría perdida. Pero no tenía 
alternativa. Podía dejarla allí hasta más tarde y resignarse 
a encontrarla completamente manchada de barro, 
o podía suspenderlo todo, y eso, como sabe todo 
buen explorador, estaba descartado. 

—Bueno, date la vuelta —dijo Bruno señalando 
a su amigo, que se había quedado allí plantado—. No 
quiero que me mires. 

Shmuel obedeció, Bruno se quitó el abrigo y lo 
dejó con cuidado en el suelo. Luego se quitó la camisa 
y se estremeció ligeramente, pues hacía frío, antes de 
ponerse la camisa del pijama. Cuando se la pasó por 
la cabeza cometió el error de respirar por la nariz; no 
olía muy bien. 

—¿Cuándo lavaron esto por última vez? —preguntó, 
y Shmuel se dio la vuelta. 

—No sé si lo han lavado alguna vez —contestó. 

—¡Date la vuelta! —ordenó Bruno, y Shmuel obedeció. 


Bruno miró a izquierda y derecha una vez más, 
pero seguía sin haber nadie por allí, así que inició la 
difícil tarea de quitarse los pantalones mientras mantenía 
el equilibrio con una sola pierna. Le produjo 
una sensación muy extraña quitarse los pantalones al 
aire libre, y no quería ni imaginar lo que pensaría 
cualquiera que lo viera haciéndolo, pero al final, y con 
gran esfuerzo, logró completar la tarea. 

204 


—Ya está —anunció—. Ahora ya puedes mirar. 

Su amigo se volvió en el preciso instante en que 
Bruno daba el toque final a su disfraz calándose la 
gorra. Shmuel parpadeó y meneó la cabeza. Era extraordinario. 
Si no fuera porque Bruno no estaba tan 
delgado ni tan pálido como los niños de su lado de la 
alambrada, habría costado distinguirlo de ellos. Casi 
podía decirse (o eso pensó Shmuel) que en realidad 
eran todos iguales. 

—¿Sabes a qué me recuerda esto? —preguntó 
Bruno. 

—¿A qué? 

—A la Abuela. ¿Recuerdas que te hablé de ella? 
La que murió... 

Shmuel asintió; Bruno le había hablado mucho 
de ella todo aquel año y le había explicado cuánto la 
quería y cómo lamentaba no haber tenido tiempo 
para escribirle más cartas antes de su muerte. 

—Me recuerda a las obras de teatro que preparaba 
con Gretel y conmigo —dijo Bruno, y desvió la mirada 
mientras rememoraba aquellos días en Berlín, que formaban 
parte de los pocos recuerdos que se resistían a 
difuminarse—. Siempre tenía un disfraz adecuado 
para mí. «Si llevas el atuendo adecuado, te sientes 
como la persona que finges ser», solía decirme. Supongo 
que eso es lo que estoy haciendo ahora, ¿no? Fingir 
que soy una persona del otro lado de la alambrada. 

—Quieres decir un judío —precisó Shmuel. 

—Sí —afirmó Bruno, un poco turbado—. Exacto. 

Shmuel señaló las pesadas botas de su amigo. 

205 


—Vas a tener que dejar las botas aquí —dijo. 

Bruno se horrorizó. 

—Pero... ¿y el barro? No querrás que vaya descalzo, 
¿verdad? 
—Si vas con esas botas te reconocerán —argumentó 
Shmuel—. No tienes opción. 

Bruno suspiró, pero su amigo tenía razón, así que 
se quitó las botas y los calcetines y los dejó junto al 
resto de su ropa. Al principio le produjo una sensación 
muy desagradable pisar descalzo el barro; los 
pies se hundieron hasta los tobillos y cada vez que levantaba 
uno era peor. Pero luego empezó a gustarle. 

Shmuel se agachó y levantó la base de la alambrada, 
que sólo cedió lo justo, por lo que Bruno tuvo 
que arrastrarse por debajo; al hacerlo, su pijama de 
rayas quedó completamente embarrado. Cuando llegó 
al otro lado y se miró, soltó una risita. Nunca había 
estado tan sucio, y le encantaba. 

Shmuel rió también y ambos se quedaron juntos 
un momento, de pie, sin saber muy bien qué hacer, 
pues no estaban acostumbrados a estar en el mismo 
lado de la alambrada. 

Bruno sintió ganas de abrazar a Shmuel y decirle 
lo bien que le caía y cuánto había disfrutado hablando 
con él durante todo ese año. Por su parte, Shmuel 
sintió ganas de abrazar a Bruno y darle las gracias 
por sus muchos detalles, por todas las veces que le 
había llevado comida y porque iba a ayudarlo a encontrar 
a su padre. Pero ninguno de los dos abrazó al 
otro. 

206 


Echaron a andar hacia el interior del campo alejándose 
de la alambrada, un recorrido que Shmuel 
había hecho casi todos los días desde hacía un año, 
desde el día que burló a los soldados y consiguió llegar 
a la única parte de Auchviz que no parecía estar 
vigilada constantemente, un sitio donde había tenido 
la suerte de encontrar a un amigo como Bruno. 

No tardaron mucho en llegar a donde iban. 

Bruno abrió bien los ojos, dispuesto a maravillarse 
ante las cosas que vería. Había imaginado que 
en las cabanas vivían familias felices, algunas de las 
cuales, al anochecer, se sentarían fuera en mecedoras 
para contarse historias y comentar que todo era mejor 
antes, cuando ellos eran pequeños y tenían respeto 
por sus mayores, no como los niños de hoy en día. 
Pensaba que todos los niños y niñas que vivían allí 
estarían en diferentes grupos, jugando al tenis o al fútbol, 
brincando o trazando cuadrados en el suelo para 
jugar al tejo. 

Había imaginado que habría una tienda en el centro 
y quizá una pequeña cafetería como las de Berlín; y 
se había preguntado si habría un puesto de fruta y verdura. 


Pero resultó que todas las cosas que esperaba ver 
brillaban por su ausencia. 
No había personas adultas sentadas en mecedoras 
en los porches. 

Y los niños no jugaban en grupos. 

Tampoco había ningún puesto de fruta y verdura, 
ni ninguna cafetería como las de Berlín. 

207 


Lo único que había era grupos de individuos 
sentados, con la mirada clavada en el suelo y expresiones 
de espantosa tristeza; todos estaban terriblemente 
delgados, tenían los ojos hundidos y llevaban 
la cabeza rapada, por lo que Bruno dedujo que allí 
también había habido una plaga de piojos. 

En una esquina vio a tres soldados que parecían 
estar al mando de unos veinte hombres; les estaban 
gritando. Algunos hombres habían caído de rodillas 
y permanecían en esa postura, protegiéndose la cabeza 
con las manos. 

En otra esquina había más soldados, riendo y manipulando 
sus fusiles, apuntando hacia un lado y otro 
pero sin disparar. 

De hecho, allá donde mirase, lo único que veía 
era dos clases de personas: alegres soldados uniformados 
que reían y gritaban, y personas cabizbajas 
con su pijama de rayas, la mayoría con la mirada 
perdida, como si se hubieran dormido con los ojos 
abiertos. 

—Me parece que esto no me gusta —declaró 
Bruno al cabo de un rato. 

—A mí tampoco —coincidió Shmuel. 

—Me parece que debería irme a casa —dijo Bruno. 
Shmuel se detuvo y miró fijamente a su amigo. 
—Pero ¿y mi padre? —preguntó—. Dijiste que 

me ayudarías a buscarlo. 
Bruno se lo pensó. Le había hecho una promesa 
a su amigo y él no era de los que faltan a su palabra, 

208 


sobre todo tratándose de la última vez que iban a 
verse. 
—Está bien —dijo, aunque se sentía mucho más 
inseguro que antes—. Pero ¿dónde lo buscamos? 

—Dijiste que teníamos que encontrar pistas —le 
recordó Shmuel; pensaba que Bruno era la única 
persona que podía ayudarlo. 

—Sí, pistas. —Bruno asintió con la cabeza—. 
Tienes razón. Vamos allá. 

De modo que Bruno cumplió su promesa y los 
dos niños pasaron una hora y media buscando pistas. 
No estaban muy seguros de qué andaban buscando, 
aunque Bruno seguía sosteniendo que un buen explorador 
sabe cuándo ha encontrado una pista. 

Pero no encontraron nada que los orientara acerca 
del paradero del padre de Shmuel, y empezaba a 
oscurecer. 

Bruno miró el cielo, que volvía a estar cubierto, 
como si fuera a llover. 
—Lo siento, Shmuel —dijo al final—. Lamento 
que no hayamos encontrado ninguna pista. 

Shmuel asintió con la cabeza tristemente. En 
realidad no estaba sorprendido. En realidad no esperaba 
encontrar nada. Pero de todas maneras le había 
gustado que su amigo pasara al otro lado de la alambrada 
para ver dónde vivía él. 

—Creo que debería irme a mi casa —añadió 
Bruno—. ¿Me acompañas hasta la alambrada? 
Shmuel abrió la boca para contestar, pero en ese 
momento se oyó un fuerte silbato y unos diez solda


dos rodearon una zona del campamento, la zona en 
que se encontraban Bruno y Shmuel. 
—¿Qué pasa? —susurró Bruno—. ¿Qué significa 
esto? 

—A veces pasa. Organizan marchas. 

—¿Marchas? Yo no puedo participar en una marcha. 
Tengo que llegar a casa antes de la hora de cenar. 
Esta noche hay rosbif. 
—¡Chist! —dijo Shmuel llevándose un dedo a 
los labios—. No digas nada o se enfadarán. 

Bruno frunció el entrecejo, pero sintió alivio al 
ver que todos los ataviados con pijama de rayas de 
aquella parte se estaban congregando, y que a la mayoría 
los juntaban los soldados a empujones, así que 
Shmuel y él quedaron escondidos en el centro del 
grupo, donde no se los veía. 

No sabía por qué parecían todos tan asustados (al 
fin y al cabo, hacer una marcha no era tan terrible). 
Le habría gustado decirles que no se preocuparan, 
que Padre era el comandante, y que si él quería que la 
gente hiciera aquellas cosas, no había nada que temer. 


Volvieron a sonar los silbatos y el grupo, formado 
por cerca de un centenar de personas, empezó a 
avanzar despacio, con Bruno y Shmuel en el centro. 
Se oía un poco de alboroto hacia el fondo, donde algunas 
personas parecían reacias a desfilar, pero Bruno 
era demasiado bajito para ver qué pasaba y lo 
único que oyó fueron unos fuertes ruidos que parecían 
disparos, aunque no lo sabía con certeza. 

210 


—¿Dura mucho la marcha? —susurró, porque 
empezaba a tener hambre. 

—Me parece que no —contestó Shmuel—. Nunca 
he vuelto a ver a nadie que haya ido a hacer una 
marcha. Pero supongo que no. 

Bruno arrugó la frente. Miró el cielo y entonces 
oyó otro fragor, el ruido de un trueno, y de inmediato 
el cielo pareció oscurecerse más, hasta volverse casi 
negro, y empezó a llover a cántaros, aún más fuerte 
que por la mañana. Bruno cerró los ojos un instante 
y sintió cómo lo mojaba la lluvia. Cuando volvió a 
abrirlos, ya no estaba desfilando, sino más bien 
siendo arrastrado por toda aquella gente. Lo único 
que notaba era el barro pegado por todo el cuerpo y 
el pijama adhiriéndose a su piel por efecto de la lluvia. 
Anheló estar en su casa, contemplando el espectáculo 
desde lejos, y no arrastrado por aquella 
multitud. 

—Bueno, basta —le dijo a Shmuel—. Aquí me 
voy a resfriar. Tengo que irme a casa. 

Pero apenas lo dijo, sus pies subieron unos escalones 
y, sin detenerse, comprobó que ya no se mojaba 
porque estaban todos amontonados en un recinto 
largo y sorprendentemente cálido. Debía de estar 
muy bien construido porque allí no entraba ni una 
sola gota de lluvia. De hecho, parecía completamente 
hermético. 

—Bueno, menos mal —comentó, alegrándose 
de haberse librado de la tormenta aunque sólo fuera 
por unos minutos—. Supongo que esperaremos aquí 

211 


hasta que amaine y que luego podré marcharme a 
casa. 
Shmuel se pegó cuanto pudo a Bruno y lo miró 
con cara de miedo. 
—Lamento que no hayamos encontrado a tu padre 
—dijo Bruno. 

—No pasa nada. 

—Y lamento que no hayamos podido jugar, pero 
lo haremos cuando vayas a visitarme. En Berlín te 
presentaré a... ¿cómo se llamaban? —se preguntó, y 
sintió frustración porque se suponía que eran sus tres 
mejores amigos para toda la vida, pero ya se habían 
borrado de su memoria. No recordaba ni sus nombres 
ni sus caras—. En realidad —dijo mirando a 
Shmuel—, no importa que me acuerde o no. Ellos ya 
no son mis mejores amigos. 

Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él: 
le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza. 
—Tú eres mi mejor amigo —dijo—. Mi mejor 

amigo para toda la vida. 

Es posible que Shmuel abriera la boca para 
contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo 
porque en aquel momento se oyó una fuerte exclamación 
de asombro de todas las personas del pijama 
de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo 
la puerta se cerró con un resonante sonido metálico. 


Bruno arqueó una ceja; no entendía qué pasaba, 
pero dedujo que tenía que ver con protegerlos de la 
lluvia para que la gente no se resfriara. 

212 


Y entonces la larga habitación quedó a oscuras. 
Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró 
seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría 
soltado por nada del mundo. 

213 


20 


El último capítulo 


Después de aquello, nada volvió a saberse de Bruno. 

Varios días más tarde, después de que los soldados 
hubieran registrado exhaustivamente los alrededores 
y recorrido los pueblos cercanos con fotografías del 
niño, uno de ellos encontró el montón de ropa y las 
botas que Bruno había dejado junto a la alambrada. 
No tocó nada y corrió en busca del comandante. Este 
examinó el lugar y miró a derecha e izquierda, tal 
como había hecho Bruno, pero no logró explicarse qué 
le había pasado a su hijo. Era como si hubiera desaparecido 
de la faz de la tierra dejando sólo su ropa. 

Madre no regresó a Berlín tan deprisa como había 
pensado. Se quedó en Auchviz varios meses, esperando 
noticias de Bruno, hasta que un día, de repente, 
pensó que quizá su hijo había vuelto a casa solo. 
Entonces regresó inmediatamente a su antiguo hogar, 
con la vaga esperanza de encontrarlo sentado en 
el escalón de la puerta, esperándola. 

215 


No estaba allí, por supuesto. 

Gretel también regresó a Berlín, y pasaba mucho 
rato a solas en su habitación, llorando, pero no porque 
había tirado todas sus muñecas y dejado todos 
sus mapas en Auchviz, sino porque echaba mucho de 
menos a Bruno. 

Padre se quedó en Auchviz un año más y acabó 
ganándose la antipatía de los otros soldados, a quienes 
trataba sin piedad. Todas las noches se acostaba 
pensando en Bruno y todas las mañanas se despertaba 
pensando en Bruno. Un día elaboró una teoría 
acerca de lo que había podido ocurrir y volvió al tramo 
de alambrada donde un año atrás habían encontrado 
la ropa de su hijo. 

Aquel lugar no tenía nada especial ni diferente, 
pero Padre exploró un poco y descubrió que la base de 
la alambrada no estaba bien sujeta al suelo, como en 
los otros sitios, y que al levantarla dejaba un hueco lo 
bastante grande para que una persona muy pequeña, 
quizá un niño, se colara por debajo. Entonces miró a 
lo lejos y poco a poco fue atando cabos, y notó que las 
piernas empezaban a fallarle, como si ya no pudieran 
sostener su cuerpo. Acabó sentándose en el suelo 
y adoptando casi la misma postura que Bruno había 
adoptado todas las tardes durante un año, aunque 
sin cruzar las piernas debajo del cuerpo. 

Unos meses más tarde, llegaron otros soldados a 
Auchviz y ordenaron a Padre que los acompañara, y 
él fue sin protestar y se alegró de hacerlo porque ya 
no le importaba lo que le hicieran. 

216 


Y así termina la historia de Bruno y su familia. 
Todo esto, por supuesto, pasó hace mucho, mucho 
tiempo, y nunca podría volver a pasar nada parecido. 

Hoy en día, no. 

217 


Agradecimientos 

Mi gratitud para David Fickling, Bella Pearson y 
Linda Sargent por sus consejos y sagaces comentarios, 
y por no dejarme perder nunca el enfoque de la 
historia. Y gracias, como siempre, a mi agente Simón 
Trewin por apoyarme desde el principio. 

Gracias también a mi vieja amiga Janette Jenkins 
por animarme tras leer el primer borrador. 

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